Una vez instalado, me educación prosiguió rápidamente. El siguiente relato ocurrió tres semanas después de mi llegada, y habla del estado mental de muchos ciudadanos. Se aproximaba un vehículo en vía contraria, se detuvo patinando y yo frené, pero mi carro siguió girando hasta que golpeó el parachoques y el farol delantero del otro. Indignado, abrí la puerta para preguntar en un mal español por qué el estúpido conductor venía en dirección contraria. Tres hombres, ahora fuera de su vehículo, me gritaron apuntando a una señal que estaba a unos treinta metros detrás de mí.

Los temibles "cepillos" que utilizaban los agentes de la represión de la dictadura.

Y visible en el arco de luz de la bombilla de un poste del alumbrado público, colocada en la intersección, estaba la señal que no había visto. Decía: ‘’no entre, calle de una vía’’. Uno de los hombres, presumiblemente el dueño, se acercó a examinar los daños. Mirando el frente de mi vehículo, inhaló audiblemente y gritó a sus acompañantes. No entendí lo que decía, pero los tres entraron de un salto a su carro. El conductor dio reversa, cambió la marcha, y se alejó de mí.

¿Qué demonios ocurría? Yo era el culpable, pero ellos se apresuraron a dejar el escenario del accidente, y en su prisa no se detuvieron ni siquiera a enderezar el parachoques que raspaba la banda de rodadura de la goma delantera, y pronto la destruiría. Corrí un poco detrás de ellos gritando !deténganse! Pero el único efecto fue acelerar y aumentar el ruido que producía el parachoques al rasgar más pedazos de la goma.

Me devolví frustrado y nervioso. Entré en mi carro tratando infructuosamente de asegurar a mis dos invitados canadienses, uno de ellos mi madre, que todo estaba bien.

La mañana siguiente, en la embajada, le conté a Josefina, una de las empleadas locales, lo que había ocurrido. ¿Por qué se fueron si la culpa era claramente mía?

“Quizás vieron su placa”, dijo Josefina.

“Si pudo haber sido… ¿pero mi placa!?

“Eso habría bastado”, comentó. “Su placa diplomática es verde, el mismo color de las placas de los altos funcionarios del gobierno”.

“Mire vamos al pasillo”. Salimos de la oficina y nos paramos frente al elevador. “Cuando usted tenga más tiempo aquí comprenderá”. Me miró. “Pero quizás no. Hay muchos extranjeros que no quieren entender… por lo menos usted entiende por qué no podemos hablar de esto en la oficina”.

“Seguro, los teléfonos están intervenidos”.

“Y quizás las paredes o las luminarias- o quizás yo. Es casi seguro que un miembro del staff de la embajada ha sido reclutado por la policía secreta”.

“Vamos – Josefina…”

“Usted cree que soy paranoica? ¿Y qué de los hombres del carro que usted chocó anoche? Les dijo que era su culpa, pero salieron huyendo como si usted fuera la mismísima muerte. En un sentido, pensaron que lo era. Estaba oscuro, no podían verlo claramente, pero pudieron ver su placa y quedaron petrificados. Cualquiera con una placa verde, excepto los diplomáticos, le debe el puesto a Trujillo”.

Seguro, pero ¿por un parachoques…?

“Escuche, sus mentes se aceleraron pensando en lo que podía ocurrirles. Podía ser una golpiza… un disparo… o un arresto. Aquí ocurren cosas terribles”.

Volví a mi oficina y me senté. Este accidente tonto desvestía los remanentes de mis confortables normas. Esos cerebros de mime de Ottawa me habían enviado a una versión tropical del libro de Arthur Koestler “Oscuridad a mediodía”.

Empezaba a reconocer que por encima del nivel campesino, mucho del país temblaba de miedo. El nombre del dictador no era mencionado ni siquiera en un contexto neutral, no fuera cosa que la doméstica, el teléfono o el micrófono oculto en la pared reportara una conspiración potencial, o más probablemente, que estuviera ausente el grado de respeto obligatorio.

La megalomanía era una fuerza magnética. La obsequiosidad se había convertido en un arte que muchos practicaban, aunque no todos.

Mi amigo Bernstein se refería generalmente a Trujillo como “Scrotums”, un término que era improbable que los de la policía secreta entendieran. Días después de mi llegada cenaba con él en el Vesuvio, el popular restaurante italiano ubicado en el Malecón. Mientras hablábamos, puso un dedo en sus labios. “¿Escuchas eso?”, dijo. No había tráfico en el Malecón, sino un sonido bajo que se aproximaba, un “put-put”, como el cilindro de un cortador de grama a baja velocidad. Era, de hecho, un Volkswagen “Beatle” (Cepillo), conducido tan lentamente que era posible ver a las dos personas que iban dentro.

El “SIM”, susurró Bernstein. “Scrotums está haciendo su caminata constitucional a pocas cuadras de manera que toda el área está cerrada al tráfico y es patrullada por la policía secreta”.

Los agentes del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) en sus “Beatles” vestían camisas deportivas y usaban lentes oscuros (hasta en la noche). El ritmo lento del motor se había convertido en un sonido característico que transmitía miedo en toda el área en que era audible.

Cuando salimos, Bernstein señaló una placa de latón en una de las paredes. Decía: “en esta casa Trujillo es el Jefe”, y mostraba una foto en relieve del gran hombre. (Tengo una en mi casa de Ottawa como souvenir).

“Todo dominicano de clase media para arriba tiene que comprar una de ellas para su hogar o negocio. No son baratas…e imagínate a dónde va el dinero”.

 

Primeras impresiones de Ciudad Trujillo-1960 (I)