El fantasma que recorre el mundo por estos tiempos es el de las ideas conservadoras y ultraderechistas. La derecha política está adquiriendo nuevos bríos. No solo surgen organizaciones coqueteando con el fascismo en diversos lugares, sino que los propios partidos conservadores se van radicalizando más, con tal de no dejarse quitar el espacio. Resulta preocupante, a mi juicio, porque a raíz de la anterior ola ultraconservadora, auspiciada por Reagan, Thatcher y Juan Pablo Segundo, el sistema económico se hizo más injusto, crecieron las disparidades sociales al interior de cada país.
Ahora probablemente sea diferente, porque la anterior ola tuvo un carácter neoliberal y de apertura económica global, mientras que ahora se perfila como profundamente proteccionista y conflictiva. No sabemos a dónde nos conducirá, pero si consideramos que, además, la inteligencia artificial podría tener impactos demoledores sobre los mercados de trabajo, lo que se perfila en términos de justicia social no es nada alentador.
La izquierda está de capa caída y gran parte de la culpa está, a mi juicio, en las propias personas que dicen ser izquierdistas, que confundieron el camino, al privilegiar lo accesorio sobre lo básico. Pueden plantearse múltiples diferencias entre el pensamiento y la práctica política de izquierda y de derecha, pero hay una que para un izquierdista es primordial: la justicia social.
¿Y qué es la justicia social? En general, se trata de proteger al débil frente al más poderoso; si bien eso aplica en todos los aspectos de la vida, hay uno que es fundamental, que es la igualdad económica, el bienestar material, traducido en la distribución del ingreso y la riqueza. Combatir las ideas de odio y las prácticas discriminatorias y las demás manifestaciones de la desigualdad, como la misoginia o las relativas a la condición de género, nacionalidad, color de la piel, etc., es importantísimo, pero es un error constituirlas en el centro de la agenda de izquierda.
No negaremos que esos otros aspectos de la justicia social son importantes para un programa de izquierda, como la defensa de los derechos de la mujer frente a la violencia machista, sus expresiones más crueles e inhumanas, como el feminicidio o la violación sexual, al igual que otros aspectos que sustentan la injusticia, como la unión de adultos con niñas, el embarazo adolescente, la civilización del patriarcado que incluye leyes o prácticas culturales que restringen sus derechos, entre ellos, los sexuales y reproductivos.
Todo esto es importante, pero no es lo fundamental. Además, no hay que llegar a extremos que al final lo que hacen es restar apoyo a los planteamientos feministas, como la deformación del lenguaje que promueve el uso de términos como “elles” o entiende que es incorrecto si no se dice “las ciudadanas y los ciudadanos, los médicos y las médicas, economistas y economistos” para que nadie se sienta excluido. Tales cosas, además de restar simpatías, no influyen en lo absoluto en el bienestar de las mujeres.
Algo parecido puede decirse respecto a la homosexualidad. Cualquier persona puede ser gay, lesbiana, transexual o lo que quiera y merece todo el respeto y la consideración como seres humanos que son; además, sus derechos al trabajo, a la vida sana y la no discriminación tienen que ser protegidos por el Estado, como todos los derechos humanos.
Esto también es importante, pero no lo principal para un izquierdista. E igual a lo anterior, tampoco hay que extralimitarse como la exaltación, el exhibicionismo o la celebración del “orgullo gay”, como si ser homosexual tuviera que ser motivo de orgullo, porque entonces yo, ¿tendría que sentirme avergonzado por no serlo? Tales extremos también restan y ahuyentan apoyo a causas muy nobles.
La derecha política también está muy ligada al racismo, una de las más odiosas herencias de la colonización europea en América, Asia, África y el Medio Oriente. Aunque originalmente el móvil de los europeos era la búsqueda de oro o de especias, con el tiempo evolucionó hacia el expolio y la conversión de los nativos en mano de obra barata, cuando no esclava. Su legitimación implicó fomentar la cultura de que unas razas son superiores a otras.
La estructura social basada en el racismo dejó un lastre demasiado pesado en que propiedad de la riqueza, raza, lugar de residencia, acceso a educación, confluyen para dejar postrados eternamente a los antiguos colonizados o esclavizados, entiéndase: negros o mulatos, indoamericanos o mestizos, africanos, árabes, indios, etc.
Nuestras sociedades quedaron marcadas, dificultando la movilidad social, en que se nace y se muere pobre o rico, sin atender a ningún mérito, sino al color de piel, la estructura de propiedad o la pertenencia a una casta, que marcan para siempre la vida de las personas. Muchos de los discursos ultras que se escuchan cada vez con mayor insistencia parecen añorar los tiempos coloniales.