Los seres humanos, como sus actos y las consecuencias de estos, no son perfectos. Están cargados del influjo de múltiples factores biopsicosociales que inciden en su proceso de socialización y, por tanto, en su constitución como tal, desde la más tierna infancia. Somos el producto de la conjunción de múltiples factores: herencia, contextos sociales y culturales, características propias de cada persona, que se entrecruzan y generan singularidades únicas, que entraran en contacto con otras singularidades únicas también. En ese marco se producirán múltiples situaciones que generarán, algunas de ellas, agravios o “malentendidos”.
El perdón supone una ofensa, un agravio, una herida emocional, una culpa[1], en fin, una acción que, para el juicio de otra persona, viola un acuerdo, un principio, un valor que llega a generar en la persona “agraviada” dolor emocional, rabia, tristeza, rencor y muchas otras reacciones emocionales. Esa experiencia no necesariamente involucra a otra persona, pues puede ser que la misma persona esté viviendo existencialmente la situación de víctima y victimario, al cometer una acción que coloca moralmente frente a sí mismo. “El ángel y el diablito que llevamos dentro”. Para Sigmund Freud estructuralmente la personalidad humana es producto de la lucha entre nuestros impulsos y deseos más elementales, representado por el ello, parte primitiva e innata de la personalidad, y el superyó, que representa los pensamientos morales y éticos desarrollados en el contexto social y cultural, jugando una función fundamental en el conflicto el yo, que representa el principio de la realidad. La personalidad jugará entonces, un rol importante en el desenvolvimiento social y la manera cómo enfrentemos los conflictos internos y/o externos.
En torno al agravio, por supuesto, se construirá un relato que contendrá parte de la situación vivida, además de muchas otras situaciones que se irán añadiendo a propósito de ciertas características de la persona que vive el agravio como de la propia relación y su historia. Ése relato podrá estar cargado de resentimientos acumulados que terminarán haciendo muy compleja la separación entre lo real de aquello que no lo es. Con ello no estoy queriendo decir que el detonante del agravio no sea real, puede y muy probablemente, lo sea, solo qué habrá otros componentes en el relato que no necesariamente se correspondan con el hecho que lo detona. Así, la “persona agraviada” tejerá una realidad muy compleja cargada de verdades, verdades a medias y no verdades.
Por supuesto, en el relato habrá una persona víctima y otra, victimaria. Pero como decíamos anteriormente, víctima y victimario, puede ser la misma persona. Los roles se irán complejizando en la medida en que el conflicto solo se dirima en el terreno emocional, pues siempre se estarán contraponiendo los roles de ambos en el hecho.
En el caso del conflicto entre dos personas, en el relato por supuesto, la víctima culpará a la otra persona de sus sentimientos y emociones que le invaden y que le generan desasosiego, estrés, pena, entre otros. Es decir, la persona victimaria no solo será responsable del hecho que generó el agravio, sino, además, de todos los sentimientos que embargan a la persona víctima de éste. En estas circunstancias, la situación de conflicto se hace mayor, más difícil de manejar en el plano de lo racional.
Al final de cuentas, se crea una historia de rencor, caracterizada por enojos, disgustos, irritaciones, hostilidades, resentimientos y, a veces, hasta odios, hacia la persona responsable del agravio o hacía él mismo, si fuera el caso. Como señala Luskin (2006) “los rencores nacen al coincidir dos cosas. Primero, algo que no queríamos sucede en la vida. Segundo, la forma de manejarlo es pensar demasiado en el problema”.[2] Hay muchas situaciones en la vida de las personas que escapan a sus deseos, expectativas y a su propio control. Una de las razones que expone Martín Seligman para explicar el aumento de la infelicidad en el mundo de hoy es precisamente la “pérdida paulatina del control de nuestro propio comportamiento”. Sabemos del impacto que los medios de comunicación, las redes sociales y otros factores tienen sobre nuestro comportamiento.
Es decir, el relato del rencor puede hacerse muy largo en el tiempo y muy profundo en la dimensión afectivo-emocional, generando un proceso que no parece terminar nunca, y como señaláramos anteriormente, donde lo real se teje y confunde con lo emocional añadido.
En este contexto ¿será posible perdonar o perdonarse? Incluso, muchas veces ¿cómo será posible pedir perdón en tales circunstancias?
Quizás sea prudente señalar lo siguiente en torno al perdón. Perdonar, no es olvidar una ofensa ni un agravio y, mucho menos, que algo doloroso ha ocurrido. Tampoco perdonar significa excusar al otro o así mismo de su comportamiento, como tampoco desestimar el dolor producido. Incluso, un poco más complicado aún, perdonar no supone “borrón y cuenta nueva”. En determinadas circunstancias, la persona responsable del agravio tiene que sufrir las consecuencias de sus actos, así fuere por la vía de las consecuencias legales, incluso. Por ejemplo, una persona puede alegar que “no era su intención hacer un daño”, pero si el daño está hecho, debe asumir las consecuencias que devienen del mismo. Eso se puede aplicar en las relaciones interpersonales, como en el ámbito del trabajo o la gestión política en el estado.
Lo que sí es importante establecer es la diferenciación entre, en primer lugar, la persona que agravia y la persona agraviada; en segundo lugar, diferenciar el agravio en sí, de los sentimientos y emociones que se producen en la persona agraviada; lo primero es el hecho en sí, lo segundo, la manera cómo la persona agraviada reacciona ante tales situaciones y que, en muchas ocasiones, vive de manera permanente e incesante la situación emocional del agravio; en tercer lugar, tener claro qué se busca al enfrentar el agravio, es decir, la superación y “darse un chance” o la ruptura o condena definitiva.
Desde cierto enfoque de la psicología se plantea que la conciencia guía y da un sentido a nuestros actos, cumpliendo con una doble función reguladora: la regulación inductora que hace referencia a todos los fenómenos de la mente que incentivan, impulsan, dirigen y orientan la actuación de las personas, como son sus necesidades, motivos, emociones, sentimientos, etc.; la regulación ejecutora que hace referencia a los fenómenos de la mente que hacen posible que la actuación se haga de conformidad con las condiciones en que transcurre el comportamiento, y estos son: sensaciones, percepciones, pensamiento, habilidades, hábitos, entre otros. Por supuesto, ambos procesos son independientes el uno del otro, aunque se admite que se vinculan muy estrechamente.
Nuestra vida cotidiana está cargada de situaciones que suponen lo anteriormente descrito. En la vida de pareja, en la familia, en el trabajo, entre amigos, entre organizaciones y empresas, entre regiones dentro de un mismo país, entre países. Todas las relaciones humanas pueden quedar atrapadas en estas situaciones de agravio, en la que unos son los responsables del agravio y, otros, los que sufren sus consecuencias.
¿Cómo enfrentar el agravio desde el perdón? ¿De qué sirve perdonar? ¿Para qué perdonar?
Partamos de esta presunción: “Perdonar no es olvidar, ni mucho menos negar las cosas ocurridas. Pero sí puede ser recomponer el presente y sobre todo el futuro de ambos o solo del agraviado, pues el pasado no hay manera de cambiarlo”. (Luskin, 2006).
En una próxima entrega expondremos una posible alternativa para enfrentar perdonar y superar el agravio.
[1] El complejo tema de la culpa cuenta con un texto de Carlos Castilla del Pino, titulado precisamente así, La Culpa, publicado por Alianza Editorial en 1973 con varias ediciones posteriores, en la que su autor señala: “la culpa es, en efecto, un fenómeno que en el hombre tiene lugar. Pero acontece ciertamente en su relación con los otros, es decir, con la realidad, de la cual es él tan solo una singularidad”. Incluso señala que la forma como ser vive y experimenta, como sus consecuencias, está en dependencia recíproca con las características de las relaciones humanas. (Castilla del Pino, C. (1991). La Culpa. Alianza Editorial, Madrid).
[2] Luskin, F. (2002). ¡Perdonar es Sanar! Editorial Rayo (HarperCollinsPublishers) 2006. Estados Unidos.