No hay alternativas razonables a las negociaciones de paz. Mientras tanto, continúan dos guerras. La guerra de las batallas y la guerra de la propaganda. Esta última se lleva a cabo inevitablemente con argumentos forzados y, cuando es necesario, con noticias falsas. No es fácil, por tanto, evaluar quién se impone en la guerra que se libra y menos aún predecir su resultado. Análisis contradictorios, a menudo sesgados por los prejuicios del analista. Y dos grandes incógnitas: la nuclear, exorcizada por el sentido común, pero vislumbrada tanto en el Este como en el Occidente. Quizás uso de armas nucleares limitado. Pero ¿qué más puede ocurrir después? Y la otra. ¿Qué hará el convidado de piedra, China, en cuya agenda está la anexión de Taiwán?
En la guerra propagandística, grande ha sido el impacto de los seis discursos del presidente Zelenski ante los parlamentos de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Israel, Italia y Francia.
Un mismo cliché. Zelenski apeló a la simpatía del auditorio. Sabía que podía contar con ella y sólo tuvo que adaptar el cliché básico. Un solo desliz, incomprensible, siendo él judío, en la Knesset. Quizás debido a una lectura descuidada de un texto probablemente redactado por un excelente colaborador que, como muchos rusos y ucranianos, quizás no podía prever el malestar que generaría la mera sospecha de una explotación de la Shoah.
En sus discursos, Zelenski hizo uso de diversos recursos retóricos. El principal, y más frecuente, recordar heridas de las respectivas historias nacionales, sin mencionar otros acontecimientos que habrían demostrado que las guerras son todas iguales, sin preocuparse tampoco de que lo que decía en un parlamento pudiera sonar acusación en otro. No es una crítica. Ciertamente, no era de imaginar que pudiera recordar fuera de Italia (de hecho, no lo mencionó ni siquiera a los parlamentarios italianos) quién bombardeó Génova, o sitió y destruyó Monte Cassino. Tampoco mencionó Coventry en Alemania, Dresde en Gran Bretaña, o los bombardeos y gaseos italianos en Etiopía y Libia. Ni, en Francia que en Cannes fue premiada la película de De Sica “La Ciociara”. Si hablará en España o en Japón, Guernica y Hiroshima están disponibles, lo que no fue aconsejable en Alemania o Estados Unidos. Y a los disidentes rusos siempre se les podrá recordar el sitio de Leningrado.
La tragedia de la muerte de niños y ancianos tiene un impacto emocional. ¿Quién se atrevería a negarlo? Pero los niños son todos iguales y, sin embargo, quienes se han permitido observar que los niños ucranianos no son menos niños que los afganos, los iraquíes, los sirios o los marcianos, y que tales tragedias son inherentes a la guerra, no fueron contradichos, pero sí silenciados, acusados de apología del delito, de ser pro-Putin, de ser estúpidos intelectuales “radical chic” que se niegan a reconocer que la invasión de un Estado soberano es una violación tan elemental del derecho internacional que nada la puede justificar y volver aceptable. Vano sería recordar cómo las cancillerías europeas no protestaron demasiado por las invasiones que permitieron a Italia ser un país y no, como dijo Metternich en el Congreso de Viena, “una expresión geográfica” y, al que escribe, nieto de un modenés, de dos súbditos del Reino de las Dos Sicilias y de uno del enclave papal en ese Reino, existir.
El absurdo de las muertes en la guerra no se limita a los niños y a los civiles. Cuando todo termine, ¿quién será el ucraniano o el ruso, Paul Baümer de “Sin novedad en el frente”, la obra universal de Erich María Remarque, que García Márquez cuenta haber sido leída por Juvenal Urbino?
Nadie habla del problema, propio de dos países aún unidos hace treinta años, de familias divididas entre los dos bandos. Nos trae un déjà vu. La guerra civil librada hace cien años en esos mismos lugares. Nadie la menciona en su propaganda. Quizás, dentro de cincuenta años, un nuevo Chujrái hará una película de éxito como lo fue “El cuarenta y uno”, pero mientras tanto…
La propaganda rusa no es diferente. Alexander Nevski, las guerras contra los polacos, confirmarían el carácter ruso de Ucrania, también considerada una mera expresión geográfica. Y no falta la apelación al sentimiento. ¡Ingrata es Italia que olvida la ayuda recibida durante la pandemia!, ayuda que reclaman también los ucranianos. Propaganda que alcanza niveles de rara tosquedad, cuando se amenaza Varsovia con una nueva destrucción, pero ésta se lograría en 30 segundos. Como si no pudiera ocurrir lo mismo con ciudades rusas como Kaliningrado, tan cercana a los territorios "enemigos" o la propia San Petersburgo.
Junto a la propaganda bélica de los partidos, la de los países implicados, no tan indirectamente, como Italia. Ciertos ejemplos harían sonreír, si no vinieran del director de un importante periódico, que reprochó a los numerosos italianos (¿el 70%?) que criticamos al envío de armas a Ucrania, la indulgencia con la que algunos de ellos, ciertamente no el 70% y seguro no quien escribe, solían considerar normal disparar contra los barcos de migrantes o proponer tesis innovadoras sobre el derecho de autodefensa.
Siempre en Italia, el presidente Draghi pidió más ayuda, "incluso militar", para la resistencia ucraniana. El secretario del Partido Democrático italiano, Letta, consideró "grave" la ausencia de 300 parlamentarios en la sesión en la que intervino el presidente Zelenski. Sin embargo, se trata de un porcentaje de parlamentarios inclusive menor al de los ciudadanos que abogan por una solución diplomática y separan la solidaridad con Ucrania de su armamento.
Hoy se considera normal pedir que los exponentes culturales se distancien de Putin. La libertad de la ciencia y la cultura, el derecho a expresar la propia opinión, reconocidos por la Constitución, deberían ser anticuerpos contra lo que ocurrió hace 89 años, cuando el gobierno fascista exigió de los profesores universitarios un juramento de fidelidad. Una docena se negaron y sus nombres son recordados con aprecio.
En el coro de este, que en otros tiempos se habría llamado macartismo, hay discordias que pasan desapercibidas. Escaramuzas aisladas que no logran captar la contradicción entre quienes piden la expulsión de la televisión pública de alguien por ser pro-Putin y quienes se apelan a la ilustración europea para demonizar la cultura rusa. ¿Citar a Voltaire y el Tratado de Tolerancia o recordar quién fue Catalina II?. Demasiado fácil, pero lamentablemente inútil.
Es un panorama complejo. A algunos les molesta que se insista destacando esa complejidad. Invocan, tout court, el derecho a la independencia, como si el derecho al disenso no fuera un valor de defender, sin si y sin peros. Más fácil pasar por alto que el derecho a la independencia puede plantear problemas complicados y tener lecturas diferentes. ¿Se lo debe reconocer solamente a quienes lo disfrutan, y negarlo o limitarlo a quienes no? Con instrumentos democráticos e interpretando oportunamente su definición por parte de la ONU, a los quebequeses, a los corsos, a los escoceses, a los vascos, a los catalanes y, con la fuerza de un común interés regional de muchos países, a los kurdos.
La cuestión de las sanciones, que también es un campo de batalla de la propaganda, es parte de este complejo panorama. Se afirma que están poniendo de rodillas a la economía rusa. Se asegura con grandes titulares que los servicios secretos rusos tienen planes para un golpe de Estado, para luego restar importancia a esa noticia diciendo que hay que verificarla. ¿La fuente? Un chivato, en estrecho contacto con los servicios ucranianos. Pero, ¿no podrían estos contactos haber evitado que los servicios rusos se equivocaran tanto en sus predicciones?
Los efectos de las sanciones no están claros.
Los países de la OTAN dan diferentes interpretaciones, condicionadas por sus problemas internos. Problemas que afectan la unidad del grupo de Visegrado. El interés nacional de Hungría no coincide con las preocupaciones polaca, bálticas y finlandesas. Se elogia el valor de los activos rusos incautados. En Italia ha sido cuantificado en 800 millones de euros. Según un artículo de hace quince días en La Repubblica, es la cantidad que Europa y el Reino Unido pagan a Rusia para dos días de suministro de petróleo y gas. Desde el lado ruso, se alaba la eficacia de las contramedidas, se amenazan represalias mediante otras sanciones, se pide que se les pague en rublos. Los efectos sobre la moneda y el rendimiento bursátil son dispares, mientras algunos países se apelan a la letra de los contratos escritos. A las sanciones culturales se responde pidiendo la devolución de las obras de arte prestadas para exhibición en otros países.
Putin ha definido las sanciones como un pogromo, claramente refiriéndose no al significado literal de la palabra, “devastación”, sino al que esa palabra ha tristemente adquirido en los últimos dos siglos.
Esto y lo ocurrido en la Knesset me obligan, antes de concluir esta nota, a una exhortación, aunque pueda parecer una digresión.
Dejemos de lado, de una vez por todas, las referencias al antisemitismo, la Shoah, los pogromos y el genocidio. Son categorías demasiado generales para ser utilizadas en una guerra cuyas raíces son concretamente geopolíticas.
Antisemitismo significa las leyes de Nuremberg, las leyes raciales italianas, el caso Dreyfus, las leyes Teleki en Hungría, y podría seguir con las de Checoslovaquia y Rumanía y, retrocediendo en el tiempo, con Cattaneo y las interdicciones israelís o con la expulsión de España y Portugal. Quizá sólo los Países Bajos de los Orange y la Turquía de Solimán el Magnífico tengan una historia sin manchas en este sentido. Desde luego, no la Ucrania de anteayer (Chmelnicki) y de ayer (poco importa que el caso Demyanyuk sea controvertido, si no fue él el Iván el Terrible de Sobibor y Treblinka y si lo fue Marchenko, sólo es relevante para una absolución personal), ni la Rusia de los zares o la soviética, donde, aunque las persecuciones que siguieron a la llamada Conspiración de los médicos también tuvieron otras raíces, durante muchos años los derechos de los ciudadanos judíos tuvieron serias limitaciones.
Lo mismo vale para el genocidio. Término que abarca un abanico tan amplio y diverso de casos que resulta casi neutro. Hay quien llama genocidio a la conquista española. En México, como afirma el presidente López Obrador, en el imperio Inca o en La Española. Genocidio el de los habitantes originarios de Norteamérica y Argentina, el de los armenios después de la Gran Guerra, el de los serbios por parte de los ustashas, o el de los musulmanes de Bosnia o el de los croatas por parte de los serbios, y, volviendo a Italia, el término se ha utilizado tanto cuando fue participante activo, en Etiopía y Libia, como cuando los italianos fueron las víctimas, en las foibas del Carso.
Es imposible unir estos acontecimientos con la Shoah. que fue un genocidio, pero mucho más que eso, y utilizar el término para una comparación con esta guerra. Las tragedias nunca son comparables, pero la Shoah tiene una singularidad propia que la hace infinitamente diferente de cualquier otra en la historia de la humanidad. Su reducción e interpretación en este sentido es una sinécdoque lógica. Se selecciona una parte, el exterminio de seis millones de judíos, y se identifica con un todo, pasando por alto que la Shoah fue fríamente planificada, con raíces "teóricas" en el Mein Kampf y en el revanchismo alemán después de la Grande Guerra. Planificación que culminó, el 20 de enero de 1942, con los planes elaborados en la Conferencia de Wansee, convirtiéndose en un fin que se persigue por sí mismo, hasta el punto de sacrificar la prioridad en la gestión de la guerra. La regularidad del transporte de deportados era más importante que el apoyo a las tropas en el frente.
Pero, volviendo al tema original, ¿de qué sirve la retórica de la propaganda? Para nada. No responde a ninguna estrategia. La de Zelenski es una táctica para conseguir más armas, con el riesgo de empeorar la guerra; la de los países occidentales es una táctica sin estrategia, incapaz de convencer a un importante grupo de países neutrales. Limitado en su número, por cierto, 20% de los países, pero es un porcentaje similar al de los que tienen dudas en Italia o Rusia. Y son casi la mitad de la población mundial. Es táctica la de Putin, amenazar con el uso de armas nucleares. Es táctica la de la OTAN, cuando define líneas rojas que no se deben cruzar, confiando en que no se cruzarán.
Única estrategia posible es la diplomacia, la persuasión moral, que no puede provenir de la ONU, que está aún más gravada por el derecho de veto que la Sociedad de Naciones hace 90 años, pero sí de sus agencias especializadas. Ciertamente no de la OMT, cuyo secretario georgiano (¿conflicto de intereses?) ha propuesto, forzando sus estatutos, la suspensión de Rusia. Tal vez de la UNESCO, cuyos estatutos afirman que "Puesto que las guerras se originan en el espíritu de los hombres, es en el espíritu de los hombres donde deben levantarse los baluartes de la paz" y que no ha vacilado, como lamentablemente ha hecho el CERN, con reacciones macartistas de demonización de la ciencia y la cultura rusas. O incluso por una postura conjunta de organismos como la propia UNESCO, ACNUR, UNICEF, OIEA. Y por líderes religiosos. Un antiguo alumno del Liceo en el que tuve la suerte de educarme dijo, en vano, en un famoso discurso de 1939: "Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra. Que los hombres vuelvan a entenderse. Que reanuden las negociaciones. Si negocian con buena voluntad y con respeto a los derechos de los demás, descubrirán que las negociaciones sinceras y activas nunca están excluidas de un éxito honorable". La guerra duraba ya cuatro meses. El mensaje no fue escuchado. Siguió otra "inútil matanza".