“Calidad democrática es evitar que el dinero controle a la política”. (Adan Przeworski).
En la sociedad dominicana, aun cuando en el sistema político no se advierte para los próximos 5 años un resquebrajamiento, una verdadera y real disrupción, el peso del dinero en la política y con ello, la posibilidad de acceso al poder, ha traído cada vez más un deterioro en la calidad de la democracia.
El dinero predominando en el trípode, en esa triada: política, dinero y poder desconfigura la política y la razón vital de llegar al poder, que es construir políticas públicas que coadyuven con un país, a su desarrollo económico, social, institucional; y desarrollar y potencializar a la gente del capital, para que contribuyan con más riqueza, ms empleos, y desde el Estado, diseñar con audacia ciclópea, la distribución de las riquezas, a través de mejores servicios públicos que se traduzcan en mejor salud, mejor educación, más consumo de agua potable, viviendas y mejor seguridad.
Cuando el dinero se sobredimensiona sobre la política en la democracia se pierden las ideas y, con ello, el espacio verdadero del sentido de la existencia humana. Las ideas traen consigo la ilusión, los sueños, la visión y la misión que nos permiten volar sin tener alas, haciendo que la acción de hoy tenga eco colectivo, social en el futuro. La hegemonía del dinero desarma a la política y cobra el pragmatismo salvaje, no lo empírico pragmático que se anida en la combinación, en el equilibrio, entre lo descriptivo y lo prescriptivo, entre la razón y lo concreto. El dinero subvierte y lo subordina todo cuando se utiliza como eje de articulación y de “integración” de los actores.
Es así como a través del dinero devienen personas sin cualidades mínimas para la profesionalización de la política. Algunos llegan, empero, otros se crean y desarrollan en el camino de la corrupción administrativa y no se ponen límites en la escalera de la pirámide del poder. El dinero, como constructo de privilegiación para la política y el poder, tiene tantos tentáculos como dinámica de falencia institucional se permitan. Encontramos dinero de la alta corrupción que se generó en la política en los últimos 20 años. Con ella vendría, como primo gemelo, la economía sumergida (ilícita): crimen organizado, narcotráfico, lavado, trata de personas, ventas de armas. Al tiempo que sectores importantes del poder fáctico siguen violando las disposiciones normativas y dan mucho dinero a los candidatos y partidos que tienen más posibilidades de llegar al poder.
Es, todavía, el peso trepidante de lo fáctico, del poder real, en menoscabo de la institucionalidad. Lo legal-formal queda subordinado de manera subalterna al peso de la materialidad del poder y de la débil institucionalidad política. Lo correcto es, como nos dice Giovanni Sartori, encontrar el equilibrio entre los distintos recursos de una organización partidaria, esto es, recursos económicos, humanos y políticos. El dinero es necesario hoy en día en la política, empero, ha de tener límites, control, sanción y publicidad para que la calidad y estabilidad de la democracia encuentre espacio cierto.
El dinero per se, con mayúscula completa, permea de manera grave todo el tejido político-social del partido y con ello, una vez en el poder, todo el Estado y a la sociedad. El dinero sin límites, sin control, sin principios éticos, lo degrada todo y el clientelismo perverso se instala, se incuba y anida a lo largo y lo ancho de todas las acciones y decisiones Ya lo decía el laureado académico italiano referido anteriormente “Que en la democracia los ideales son importantes está fuera de discusión. Son importantes, ya lo he dicho, porque sin ideales no existiría una democracia. De lo que se deriva que la democracia se puede definir de forma realista, pero se debe definir también de forma idealista, prescriptivamente, y no solo descriptivamente”.
El dinero ha copado y degradado la división social del trabajo. La política y con ello, los partidos políticos, son hoy, de todas las instituciones, la peor valorada: 24 de 100 según Latinobarómetro del 2021 y del 2019, con una valoración de 15. Entre 2018 y 2019, el Índice de Competitividad Global valoró con 136/137 y, Barómetro con 20. La imagen, la credibilidad, el nivel de vida de la elite política, crean la enorme desconfianza que hoy prima en la sociedad: 14. ¡Su falta de rendición de cuentas en términos personales y partidarios son pasmosos, iconoclastas!
Lo que estamos viendo con el desbordamiento de las campañas de los tres partidos más grandes es sencillamente horrido, lleno de una iniquidad incontrastable. Nos dice la cultura ética política. Se comportan como niños malcriados donde el padre (la Junta) tiene que llamarlos para que entiendan que están violando la Ley 33-18, que establece que la precampaña es en el mes de julio de 2023. Cada uno con argumentos y “justificaciones” risibles. Desconocen, violan, inobservan las normativas como una consecuencia de que se sienten por encima de lo institucional, lo establecido, en gran medida, como paradoja, hacen las leyes, pero su cultura política sigue en la andanza de los siglos XIX y XX.
En la sociedad dominicana el dinero está otorgando demasiada ventaja a los actores políticos en la competencia interna de los partidos y en el conjunto electoral. No hay límites, no hay sanción. Los políticos tienen en sus rostros: “No soy yo, no fui yo, esto no es conmigo. Es construyendo el partido; es solo una consulta; en Santiago (Gran Arena del Cibao), “no fue el partido el que convocó, el que invitó”. Pretendiendo ser ingenuos, bobos, tontos, en un drama/sainete de un teatro que no logra concitar la aceptación del público. Ahí radica la crisis: imagen, credibilidad y confianza.
Esto es lo que nos ha llevado a ser de los líderes en fraude social, en esa cultura del cinismo, de la simulación, de la hipocresía social, de ese cálculo frio en lo que puedo ganar/perder más allá de la verdad. Por eso somos tan tolerantes y cuasi solidarios frente a lo mal hecho, incapaces de negarle un saludo a un corrupto patológico y a un farsante pantomímico. Los actores políticos quieren seguir con el desbalance, el desequilibrio entre lo normativo y su cultura política, en su locuaz dilema ético:
- Hacemos lo que más nos conviene.
- Hacemos todo lo necesario para ganar.
- Nuestras decisiones la asumimos con relativismo.
- El poder se hizo para imponer y para hacer lo que a los demás les está vedado, prohibido.
Pretenden todo el tiempo obtener ventajas ilegítimas, como si la sociedad no cambiara. Ellos mismos se dieron sus leyes y no las cumplen. ¡Cuánto cinismo! Lo que anhelamos como sociedad es que el dinero no sea el acantilado que se superpone a la política y con ello, a la democracia. Allí donde prevalece el dinero, la calidad de la democracia se arruina, se achica y el enanismo en todas sus dimensiones se entrecruza como oropel en todos los salones cargados de estiércol, aunque haya oro y diamante. El dinero sin par y sin excusas, sin miramientos, lo ahoga todo. El discurso desaparece y la agenda principal de la sociedad no aparece como caldo de entrada para su fase primigenia de calidad. El dinero no puede seguir siendo el eje fundamental de la competencia electoral y democrática.
Nos encontramos en una sociedad en transición, que requiere más confianza, más credibilidad, más control y regulación en equilibrio con las sanciones necesarias para lograr más transparencia. De ahí que el dinero en la política sea para lograr más democracia con sus valores intrínsecos: libertad, justicia, equidad, solidaridad y tolerancia, diversidad y pluralismo. No permitamos que el poder de la cleptocracia se imponga como nos diría Tom Burgis en su libro Dinero sucio y como nos ilustra Moisés Naim en su interesante obra Ilícito de como traficantes, contrabandistas y piratas están cambiando el mundo.