El cúmulo de posibilidades que abre la palabra mundo ya alude a la multiplicidad de imágenes simbólicas que podrían existir, según ha dicho Jochy Herrera en su más reciente libro Fiat Lux. Sobre los universos del color.

El trasiego de las tinieblas hacia la luz, y viceversa, representan el fenómeno más elemental que el hombre experimenta día tras día. Con la llegada del día, todas las cosas se liberan de las cadenas invisibles y la vida despierta. De hecho, las crónicas de épocas que no conocieron las fuentes de luz artificial de la civilización moderna, muestran claramente la repercusión omnipresente de este fenómeno en esos conglomerados sociales. El contraste entre oscuridad y luz ha influido en la vida espiritual de todas las culturas, al punto que el ordenamiento sacral del mundo se ha plasmado en el barro de esa polaridad inserta en la misma naturaleza. Sólo que en el simbolismo de la luz, como recuerda Jochy Herrera, ha prevalecido el aspecto positivo.

Todo inicio queda asociado al alborear de la mañana. El hombre se levanta y dirige su mirada hacia lo alto, hacia el firmamento, y en la luz se reconoce a sí mismo y a su entorno. Las brumosas quimeras nocturnas desaparecen, y, con el sol que se levanta, la verdad destella en la luz.

Después de la noche, que se hermana con los poderes abisales, la mañana recuerda la paradisíaca edad primera, en la que todas las cosas eran todavía buenas, evocando la mañana de la creación. Un reflejo de esta idea se encuentra en la tradición pictórica. En ese sentido, Jochy Herrera ha  señalado  que las “sombras otorgaron volumen a lo escenificado contraponiéndole a lo que es físico y material, y en ocasiones, distorsionando sus características lanzándoles al terreno del claroscuro”. Y añade: “Pocos niegan que a través de la historia de este género artístico desempeñarán  un papel estelar como instrumento evocador en el que la oscuridad aparecerá preñada de los más complejos y dispares simbolismos y significaciones”.

Nadie negará este parentesco directo del ojo con la luz. Cuesta más concebir el uno y la otra como una misma cosa. Sin embargo, esta concepción resulta natural, si se afirma que en el ojo está localizada una luz patente, que es excitada, como ha dicho Goethe, por el menor estímulo interior o exterior. Al conjuro de nuestra imaginación podemos producir en la oscuridad las imágenes más claras. De la cavidad oscura de la boca procede también la palabra creadora de Dios, la cual da título a este valioso libro: “Hágase la luz”, o mejor: Fiat Lux.

A esta altura de nuestra exposición acaso se nos objete que hasta aquí ni siquiera hemos definido claramente la naturaleza del color, tal cual lo plantea nuestro autor.  Repetimos que el color es la Naturaleza regida por leyes respecto al sentido de la vista. Aquí también tenemos que partir del supuesto de que los hombres poseen este sentido y saben que la Naturaleza obra sobre él; pues no puede hablarse del color a los ciegos.

Más que atenuar la impresión de que tratemos afanosamente de eludir una explicación según lo escrito en este libro, nos apresuramos a agregar que el color es para el sentido de la vista un fenómeno natural fundamental, el cual, como todos los demás, se manifiesta por separación y contraste, mezcla y fusión, exaltación y neutralización, adición y distribución, y puede ser encarado y captado mejor bajo estas fórmulas generales de la Naturaleza.

El color es “una sensación”, ya lo dijo Isaac Newton. “Sensación producida por los rayos luminosos que impresionan los órganos visuales y que dependen de la longitud de onda”.

Dado que hemos supuesto que la mente está vacía de todo carácter innato, como ha dicho John Locke, las  llega a recibir gradualmente en la medida en que la experiencia y la observación se lo permiten; y encontramos, tras considerarlo, que todas ellas proceden de dos orígenes y se introducen en la mente por dos vías, a saber: la “sensación” y la “reflexión”.

Es evidente que los objetos externos, al afectar a nuestros sentidos, causan en nuestra mente varias ideas que no estaban allí antes. Así nos hacemos con las ideas de rojo y de azul, de dulce y de amargo, y con cualquier otra cosa de las percepciones que se producen en nosotros mediante la sensación, aclara, finalmente, John Locke.

En el mundo griego, de  acuerdo al análisis de Jochy Herrera, se manifiesta más abiertamente el tema de la evaluación y la sospecha sobre la apariencia de los colores, que posteriormente ha sido un filtro permanente en el ojo de la cultura occidental: los pitagóricos tienen una cuidadosa falta de estima por el color, considerándolo como el aspecto profundamente extrínseco, epifánico, pero de “superposición” y sugestión pura.  Esto parece marcar, en palabras de nuestro autor, el carácter dominante de la atención científica sobre los colores, que tiende a un principio de anulación y de solución de estas apariencias a cambio de las analogías numéricas. En contra de los pitagóricos, Empédocles considera los colores como el alma y las “raíces” del mundo existente (tierra, aire, fuego, agua: amarillo, negro, rojo, blanco), pero Demócrito observa solamente los principios opuestos del blanco y el negro que se cambian el uno en el otro y se confunden de forma discordante. Los estoicos y los epicúreos disienten, o de forma alternativa estiman los efectos de los colores en relación a las sensaciones puras y la orientación del juicio

La clásica contraposición dibujo-color, elaboración de por sí académica y propia del final del siglo XVI, parece tomar impulso a  partir de un punto de la “Poética” de Aristóteles, que atribuye en forma inconfundible una primacía a la forma dibujada, más allá del relativismo perceptivo del pseudo-Aristóteles que apareció en una edición tardía sobre el tema del color (1497), y lo hace por la misma razón por la cual el “mythos” de la tragedia, en el sentido de conjunto de hechos, predomina sobre los “caracteres”, que sólo son los elementos a través de los cuales juzgamos que los personajes puedan tener esta o aquella inclinación.

Igual que los colores: “el que de veras vertiera a granel los colores más bellos, jamás deleitaría la vista como el que ha dibujado una figura en blanco”. Esta sentencia de Aristóteles, que asume Jochy Herrera en su análisis sobre el color, parecería más platónica que el mismo Platón, ya que, en el “Timeo”, Platón considera a los colores con el mismo aprecio que a las figuras geométricas simples y bellas en sí mismas, deleitables juguetes de la razón, y ve en los colores, como reitera Herrera, casi un esfuerzo de la materia para aclararse—tema especialmente grato a toda la estética idealista—allí donde el pensamiento emerge positivamente de la “temperie del negro”. Por eso las categorías platonizantes del “fulgor” y del “esplendor” son aquellas que incluso en Marsilio Ficino componen todo principio de ideas, mientras que en los naturalistas del siglo XVI el principio del “discolor” y del “decolor” está solo aparentemente próximo al “albedo” y al “nigredo” y la “corruptio”, en los albores del psicologismo perceptivo respecto al relativismo aristotélico.

Ordenar los colores, según Jochy Herrera, ha llevado mucho tiempo. Las propuestas son variadas, sugerentes y atractivas; nos aportan un aparente control y cierta seguridad, pero no valen para nada. Quizá nos aportan, una comprensión global del color, pero nunca nos ayudarán a pintar un cuadro.