El fantasma del sociólogo de la comunicación y profesor de literatura, el canadiense Herbert Marshall MacLuhan (1911-1980), ronda aún con su presagio de 1962 sobre la conversión del mundo en una “aldea global” en vista del nivel de interconexión humana que propiciaría la explosión tecnológica.

Para desgracia de los públicos, su famosa frase “El medio es el mensaje”, que sustenta su sentencia, ha calado tan hondo que ha adquirido categoría de dogma en tierras de Latinoamérica y el Caribe. Todo es nuevas tecnologías; nada es contenido. O mejor, el contenido elaborado resulta  una apuesta irresponsable a la enajenación social, a la incomunicación, a la exclusión social, a la simulación de democracia. Es la moda.

Los integrados tecnológicos se montan acríticamente sobre el lomo de ese precursor de la llamada Sociedad de la Información para justificar todo, sin importar daños al colectivo.

Sus acciones van desde el sacrificio del periodismo real hasta pasar por alto el enfoque cuestionador de otro estudioso de la comunicación, belga, pero con amplias investigaciones sobre el tema en nuestra región, el catedrático de Ciencias de la Información en la Universidad París VIII, Armand Mattelart, quien ha escrito con sobradas razones que, en vez de “aldea global”, deberíamos hablar de “archipiélago de guetos amurallados”, en vista de las fracturas y privilegios en el acceso.

Se evidencia el énfasis en seguir los hábitos de consumo y las migraciones de plataformas (impresos, radio, televisión, YouTube, Tiktok) que practican los “nativos sociales” y “nativos digitales”, con el objetivo de inyectarles montañas de productos mediáticos nada constructivos, bajo el precepto de “al público hay que darles lo que le gusta”, lo banal.

Y eso es una perversidad, hija del Marketing y de la Publicidad sin autorregulación ética, nunca del buen periodismo. Es falso que a la sociedad, sobre todo el segmento joven, le guste el estiércol mediático.

Muy distinto es que usted le cierre todas las brechas, la enajene, le sustraiga el derecho al consumo de productos de buena calidad y le deje como única opción la venenosa infodistracción, durante 24 horas de cada día, en impresos, radio, televisión y en los variados canales del ciberespacio.

Las nuevas generaciones no son extraterrestres; son seres humanos formateados por la familia y, sobre todo, por un sistema que, vía sus instrumentos de persuasión, les crea necesidades de productos para provocar compras. Y, a golpe de repetición y de modelos, les inocula un patrón de éxito basado en el lujo y el dinero, sin garantizarles las vías para alcanzar esos privilegios. Pero les sanciona cuando delinquen en el afán por ser valorados en la sociedad.

Nada malo que, por la naturaleza de la etapa psicológica que viven, los jóvenes sean inquietos, rebeldes y se muevan de un lado a otro; como es natural que los adultos mayores se vuelvan conservadores conforme pasan los años.

Es rutinario, por tanto, que opten por las plataformas disponibles para acceder a contenidos en el momento de su conveniencia, por ser diferidas.

Lo detestable son los constructores de contenidos periodísticos que se agotan en lo pecuniario del negocio, desdibujan las historias al presentarlas como publicity, fabrican leyendas urbanas y se olvidan de la alta responsabilidad social de los medios y la profesión, que es servir oportunamente a las audiencias la información de calidad que necesitan para cambiar en su diario vivir.

El quid del asunto es, entonces, de usabilidad. La gente normal, de a pie, comenzando por los jóvenes y niños, no se ve representada en las historias secas que difunden determinados medios formales. Violencia, sangre y política, más banalidades, expuestas con todos los recursos del amarillismo y el sensacionalismo, les resultan poco amigables y muy amargas. Ellos tienen otros intereses. Y eso nada tiene que ver con tecnologías, sino con los contenidos que éstas vehiculizan.

Las posibilidades que brindan YouTube, el podcast, TikTok, Facebook, Instagram, Tuíter, WhatsApp, Telegram, entre otras plataformas, no son perjudiciales per se. Perjudiciales o constructivos podrían ser los contenidos transmitidos por ellos.

Pese a esta realidad, muchos medios y periodistas andan por otros mundos, sin actitud autocrítica frente al espejo, endiosando las tecnologías, huyéndole a la realidad real y usando estrategias de persuasión de las audiencias descartadas, hace mucho tiempo, por el mismo funcionalismo que las promovió porque comprendió que las “masas” nunca han sido tales, ni tampoco ignorantes como para validar todo lo que le digan emisores sabios encaramados en medios de información.