La violencia es un tema sobre el cual me prometo a menudo parar de escribir porque siento que referirme a este es una prédica en el vacío.
Sin embargo, no me puedo detener y me llama poderosamente la atención las diferentes opiniones que siempre encuentro al abordar este tema con conocidos. Todas son juiciosas, pero no cambian el hecho que percibo una violencia endémica en la República Dominicana.
Mi primer encuentro con la violencia machista tuvo lugar hace medio siglo en el cine Triple del Malecón cuando, una vez sentada, oí vociferaciones seguidas de un repentino empujón de parte de mi esposo que me hizo caer al piso donde me encontré con toda la fila.
No me había percatado que un fulano estaba apuntalando con un arma a su “amada”, sentada justo en frente de mí, y amenazaba matarla hasta que lograron desarmarlo y sacarlo del recinto. Llegaba de Francia y me parecía haber aterrizado en el Far-West al ver tantas armas de fuego, símbolos de hombría, en manos de la población.
Otro atropello que me marcó, ya en 2012, fue el de Francina Hungría, una joven ingeniera que se desplazaba en su vehículo cuando fue asaltada por tres delincuentes, uno de los cuales le disparó, causándole la pérdida de la visión.
El tercero me tocó más de cerca y fue el terrible asesinato de nuestro primo por un lugar de parqueo. Más sonados en los medios de comunicación son los casos que ocurren en Piantini o en Evaristo Morales y causan una movilización de los sectores más encumbrados.
Un argumento contundente de los defensores de la “paz” dominicana es que muchos europeos y norteamericanos vienen a instalarse o a jubilarse en nuestro país porque consideran que aquí hay un clima de seguridad suficiente desde su punto de vista.
El otro argumento es que, en otros países de la región, como El Salvador, Honduras o México, la situación de inseguridad es muy grave haciendo de nuestro país casi una excepción.
No obstante, no podemos negar la violencia, la que se expresa en la primera plana de los periódicos, la que presencian nuestros hijos e hijas, unos que la miran solo por la televisión (violencia local e internacional) y, los otros, que la viven a diario, en carne propia, en sus barrios llamados “marginados”. Está claro que hay dos mundos y que la violencia no se percibe igual cuando estalla un día en Piantini o cuando desgarra a Capotillo, prácticamente todos los días.
Las estadísticas optimistas que exhiben los ministros de los sucesivos gobiernos acerca de las mejorías obtenidas por sus dependencias no son creídas por una parte considerable de la población, que no entiende el mundo macro y vive en el micro del día a día.
Nuestra gente está cansada de oír una cosa, de vivir otra y de ver muchas personas sumergidas en el dolor de las pérdidas violentas y en medio del miedo a las balas perdidas. Como agravante, en el año 2024 vimos que se agregaron los filicidios y los parricidios a la lista ininterrumpida de los feminicidios.
No dejan tampoco de preocupar las constantes muertes de presuntos delincuentes y las bajas en la Policía que las acompañan. No hay licencia para matar. Sin embargo, vemos muchos jóvenes de escasos recursos de ambos lados de la barrera abatidos, seguramente mezclados justos con pecadores, cuando la pena de muerte no está prevista en la legislación dominicana.
Quizás lo más preocupante sea una tendencia de ciertos sectores a tolerar la violencia policial porque piensan que esta les resuelve un problema, de la misma manera que a una parte creciente de la población no le importa las condiciones infrahumanas en que se deporta a los migrantes haitianos.
Matar delincuentes y deportar haitianos en violación de los derechos humanos más elementales son soluciones violentas de corto plazo. La falta de régimen de consecuencias por estos actos inhumanos lleva a un estado que podría tarde o temprano afectar la convivencia democrática.