Un árbol centenario tiene como edad, ciertamente, cien años. Cien anillos que resumen treinta y seis mil quinientos amaneceres y atardeceres; cien racimos de lluvias con sus ríos y soles con sus nubes. Cien años es una infinita marcha planetaria que recoge el polvo que dejan las estrellas, galaxias y cometas. Un árbol centenario es homenaje a la vida, al agua, al canto de los pájaros, a la hormiga que carga, a la lombriz preñada, a la nube que llega, a la brisa que pasa. Un árbol centenario es luminoso entrevero de cielo, sombra y siesta, risa del llano y la montaña. Y yo pregunto: ¿Qué pena le cabe al monstruo que arrasa esos árboles?