Todos los días la prensa nos da a conocer a dominicanos y dominicanas que están ocupando posiciones de relieve en los Estados Unidos. Estos logros son los frutos de un trabajo tesonero, de una voluntad férrea de progresar y de un sistema que permite, por toda una serie de mecanismos, la inserción de personas resilientes y meritorias a posiciones de mando.

Es el despegue de una nueva generación que, en la mayoría de los casos, se ha levantado gracias al inmenso sacrificio de sus genitores quienes, teniendo niveles educativos muy bajos, se fueron legal e ilegalmente a buscar mejor suerte, se fajaron en fábricas, restaurantes y otros centros de trabajo para que sus hijos e hijas pudieran participar del sueño americano.

Estas son noticias positivas y refrescantes que ofrecen un contrapeso a las permanentes repatriaciones de cientos de dominicanos delincuentes, perpetradores de todo tipo de delitos y crímenes, que no pudieron insertarse en la sociedad norteamericana y que fueron, en los bajos fondos, a excelentes escuelas para la ejecución de todo tipo de fechorías.

Si asociamos estas capacidades adquiridas a las imágenes del asalto a mano armada ejecutado, como en las mejores películas, a principio de la semana pasada en  los  Mameyes, podemos deducir que algunos de estos pistoleros han adquirido además un máster en fechorías con sus estadías en las cárceles estadounidenses.

En contrapeso, las imágenes de la Policía en su lucha contra la delincuencia en Santiago están destinadas a darnos un poco de sosiego. En un fin de semana dedicado a las madres irrumpen en nuestras vidas impresionándonos con sus despliegues en los barrios fusil en manos.

Las fotos publicadas nos recuerdan los operativos de la policía brasileña en las favelas cariocas. La acción se realiza, sin lugar a duda, para restaurar la confianza en la ciudad cibaeña, sacudida por la intranquilidad y en el medio de un cuestionamiento generalizado sobre la fuerza del orden público.

Parecemos estar presos en unas tenazas. Prueba de ello son, por un lado, los alijos de toneladas de drogas que parecen indetenibles a pesar de los golpes ejecutados por la DNCD; y por la otra, la desarticulación de una red de dominicanos que se dedicaba al tráfico ilegal de armas de fuego y municiones la semana pasada, por la Armada y la Dirección General de Aduanas (DGA), en coordinación con el Ministerio Público, la División Especial de Investigación de Delitos Transnacionales de la Policía Nacional, la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de los Estados Unidos y la Policía Preventiva. Para la realización de estas acciones se requiere capacidad y determinación.

Por un lado, hay un clamor generalizado para que se reforme, profesionalice y se reconstruya la Policía; y por el otro, al mismo tiempo, se manifiesta la demanda de que se garantice la seguridad ciudadana. Mano fuerte reclaman unos, garantía de los derechos humanos exigen otros.

Los controversiales eventos de Ciudad Juan Bosch, con el operativo lanzado en la mañana del jueves pasado, con la participación de cientos de agentes policiales y militares, incluyendo unidades SWAT, Unidad Topo, y efectivos de la Armada donde fueron detenidos tanto haitianos como dominicanos, afectados estos últimos por el lamentable, ilegal y peligroso “criterio” del color de su piel fue un  atropello a los derechos humanos.

Lo que complica el panorama es que se deben garantizar, al mismo tiempo, los derechos humanos de los supuestos delincuentes y los derechos humanos del conjunto de la ciudadanía que exige el cumplimiento del derecho a una vida segura.

Está claro es que en un Estado democrático de derecho la reforma de la función policial solamente se puede lograr desde la perspectiva de la ética pública y de los derechos humanos.