El último desmantelamiento de una de las estructuras políticas de carácter delincuencial recientemente hecha por el Ministerio Público, por su complejidad y extensión, por el nivel de involucramiento en ellas de las altas instancias del PLD y los vínculos cuasi primarios de sus principales integrantes con el entonces presidente de la República, son alarmantes indicadores de que estábamos inmersos en un tipo de poder que, como las dictaduras, tendía hacia el absolutismo perfecto y la perpetuidad. Por consiguiente, del gobierno que lo sucedió se espera una transición hacia una gestión de lo público no solo transparente, sino de institucionalización y democratización del país, sustentado en la inclusión social en sentido lato.
Desde el ajusticiamiento de Trujillo se han presentado diversas coyunturas con potencial para, definitivamente, democratizar el país desde una perspectiva del reconocimiento de los derechos fundamentales de las mayorías, del pueblo simple y de sectores medios sensibles a los reclamos de un gobierno eficiente, pero democrático. Sin embargo, en cada una de ella ha primado la tendencia hacia los acuerdos entre las élites políticas en los que se imponen las trapisondas de esas élites y de los poderes fácticos que, sistemáticamente, han desconocido las más elementales aspiraciones de esas mayorías, a veces representadas por colectividades políticas y sociales.
La primera transición hacia un sistema político basado en un sistema de partido competitivo para la alternancia en el poder fue abortada con el golpe de Estado a Bosch y al entonces PRD, orquestado por los sectores conservadores. Por lo cual, la salida a la coyuntura post dictadura trujillista para democratizar el país la impuso el conservadurismo político, económico, social y eclesial. Una vez vuelto al poder en 1978, el referido partido tuvo ante sí la oportunidad de encabezar una transición democrática, asumiendo la demanda de inclusión social de sus bases, pero se decantó por una opción conservadora excluyendo de cualquier instancia de poder a Peña Gómez que personificaba esa demanda. A pesar de que se le puso fin al reinado de Balaguer, el conservadurismo impuso su agenda.
Se produjo otra crucial coyuntura, con el fraude que se le hizo a Peña en las elecciones del 1994, fraude sólidamente documentado por diversos sectores. La salida a la crisis se produjo mediante el engaño a este, haciéndolo firmar un acuerdo en el que se consignaba el 50+1 % de los votos para ganar en primera vuelta, diferente al anteriormente acordado consignaba el 40+ 1. El manto del ardid fue tejido, básicamente, por la alta jerarquía de la Iglesia católica y personeros del conservadurismo dominicano cimentado, obviamente, en prejuicios étnico/sociales contra el referido líder. Dos años después, por las mismas razones, para impedir el ascenso de Peña a la Presidencia el conservadurismo forma el infame Frente patriótico, encabezado por Balaguer.
Los resultados de esas salidas conservadoras/excluyentes se manifiestan en las estructuras delincuenciales desmanteladas actualmente por el Ministerio Público. Pero, el precio por tantas inconsecuencias y traiciones no solo lo pagan las mayorías, sino sectores medios y altos que ven cómo a nuestro país se les escapan las oportunidades de enrumbarse por el cauce de la institucionalidad, cómo crece el descreimiento sobre su futuro y cómo se impone la degeneración y la inobservancia a valores fundamentales de la convivencia social, irrespetando normas, además de violencia contra la mujer. Es ese el fruto de las salidas conservadoras a coyunturas políticas cruciales de las últimas seis décadas.
Es el triunfo de la continuidad sobre el cambio demandado en esos momentos. De ese triunfo, no puede exculparse a las llamadas fuerzas del cambio, en gran medida también han sido inconsecuentes, o porque no han sabido calibrar correctamente esas coyunturas, por lo cual incurren en inaceptables errores. Esa sistemática postergación de un cambio en sentido claramente democrático e inclusivo constituye el principal factor que ha determinado la aparición del fenómeno de desafección o retraimiento de la política de grandes grupos de individuos, venidos de diversos segmentos de la población que expresan abiertamente que no les interesa esa actividad. De esos grupos la mayoría son jóvenes.
Esos datos lo validan diversas encuestas, no solamente la última Gallup. Es un fenómeno mundial que generalmente se produce cuando se presentan coyunturas decisivas y la salida asumida es la del conservadurismo, potenciándose el descreimiento y la desmovilización social, algo muy frecuente en todo sistema político. Sin embargo, cuando en un país existen instituciones con significativos niveles de institucionalización y colectividades políticas con experiencia en llegar a pactos y con una clase política mayor sensibilidad en lo que respecta a las demandas de inclusión social, los pactos tienden a fortalecer el sistema en sentido democrático. En países como el nuestro, a falta de esos atributos, los pactos tienden hacia el conservadurismo, una lógica no inevitable. Una sólida voluntad política lo puede hacer reversibles.
Las acciones del Ministerio Público contra la corrupción y la impunidad constituyen el elemento más saliente de la presente coyuntura y, para evitar la lógica arriba referida, resulta imperativo una acción en el plano político que lo consolide, de lo contrario sería otro el triunfo del conservadurismo que hipotecaría el presente de este gobierno y su futuro de cara al 2024.