Aunque los líderes de la oposición proclaman que no hay ninguna necesidad de reformar la Constitución para ponerle un candado a la posibilidad de una sola reelección como se ha propuesto el presidente hacer y que al pueblo no le interesa, y que no se puede cercenar con una cláusula pétrea el derecho de las futuras generaciones a decidir cambios en relación con los periodos de gobierno posibles para un presidente, todos sabemos que el apetito de permanecer en el poder ha estado enquistado en nuestra historia y que importantes liderazgos se castraron porque la posibilidad de reelección indefinida o más allá de dos periodos, simplemente no permitió el relevo.
También señalan que ya está establecido en nuestra Carta Magna el modelo de dos mandatos y nunca más, y que por tanto hacerlo intocable o intangible tampoco es necesario, sin embargo todos vivimos hace apenas unos años la firme intención de modificarlo para que el ex presidente Danilo Medina pudiera optar por un tercer mandato, modificación que sus más cercanos colaboradores daban por un hecho, la cual no fue posible porque la resistencia interna dentro de su propio partido fue tan fuerte que no permitió que sucediera, aunque había toda la intención de hacerlo, los amarres para lograrlo y la complicidad o silencio cómplice de los poderes fácticos.
Tampoco será fácil que cale su argumento de la supuesta falta de legitimidad de esta reforma si se aprobara sin los votos de los principales partidos de la oposición, pues no se trata del uso de una mayoría parlamentaria en su propio beneficio, como tradicionalmente ha sido la perniciosa práctica, sino de una especie de auto regulación mediante la cual el presidente ha decidido poner fin a la sempiterna búsqueda de eternizarse en el poder, impidiéndoselo a sí mismo con la intención de que también esté, sino impedido al menos dificultado para los próximos gobernantes caer nuevamente en la trampa en la que el excesivo ego les hace sentirse indispensables, o al menos lo utilizan como justificación para no abandonar el adictivo poder.
Naturalmente que sería idóneo que hubiera un consenso respecto de la conveniencia de poner un freno a la inveterada repetición en cada cuatrienio de que surjan las voces interesadas con los manidos argumentos de que no se puede cambiar de caballo antes de cruzar el río, o su más reciente actualización, de que no se cambia de piloto cuando se ha alcanzado la velocidad máxima de vuelo, pero la verdad monda y lironda es que la introducción de una reforma constitucional con semejante propósito es una excepción, un ave rarísima que surca por los cielos, y que las demás ven con el recelo de que, o afectará sus futuros proyectos, o hará ganar méritos a un contrincante a quien la historia probablemente señalará positivamente por esto, lo que contrastará con las reformas o intentos de reforma anteriores justamente para lo contrario.
Sin embargo, nada dicen los opositores respecto de la cuestionable reunificación de las elecciones municipales con las presidenciales y congresuales, la parte desacertada de esta propuesta que representa un retroceso democrático e incluso una problemática para la operatividad de las elecciones, como ya lo ha señalado el presidente de la Junta Central Electoral.
Por eso no sorprende que haya resistencia política a esta propuesta de reforma constitucional y, aunque exista un debate teórico sobre si es posible o no hacerla sin que haya un referendo, esto no es más que un debate ideológico entre exponentes de tesis opuestas como siempre lo habrá en la discusión de todo tema jurídico, pero la realidad es que hay tantos o más argumentos a favor de que se apruebe y de que no se requiera un referendo, que en contra, y que no habrá oposición de la sociedad, pues muchos están convencidos de que es un hecho trascendental que fortalecerá nuestra democracia, y será casi imposible para los opositores convencer a la opinión pública de que puede haber algo malo en el hecho de que un presidente decida poner fin a esta recurrente tentación de modificar la Constitución para continuar en el poder que ha debilitado tanto nuestra institucionalidad, y nos ha hecho desperdiciar liderazgos, oportunidades y recursos.