Los resultados de la Prueba Pisa publicados en fecha reciente crearon un revuelo en el sector gubernamental, en sectores de la oposición y, mucho más, en el sector educación. Otros han criticado el entusiasmo que desataron los resultados de Pisa para la educación en la República Dominicana. Resulta extraño que alguien se moleste por la alegría de una buena noticia. Pero somos muy originales; y hay personas que todavía están molestas. Comparto la idea de que se debe celebrar, pero con un sentido crítico ampliado y voluntad política para profundizar la extirpación de los problemas que convierten la tarea educativa en una muestra de mediocridad.
En estos días, además de celebrar y de criticar la celebración, el espacio se ha aprovechado para blandir las armas contra los docentes. Estos, los eternos culpables de todos los problemas educativos de la nación. Los que piensan y exhiben discursos de esta forma cometen una injusticia e intentan ocultar raíces históricas y actuales de la problemática educativa nacional. Plantear en este Siglo XXI que los docentes son los culpables y que constituyen la única pieza clave del ajedrez educativo es un riesgo. Es así, porque lleva a los propulsores de esta idea a obviar otros factores sustantivos para avanzar hacia la calidad de la educación.
La educación es pasible de ser impactada por opiniones y propuestas de personas y de sectores a los que les preocupa mucho o nada la educación como derecho y de calidad para todos. Por ello, es necesario acercarse a los actores. Aproximarse a su contexto personal, profesional, institucional y social. Hemos de dar pasos para abordar la educación desde análisis con un carácter más integral y menos parcializado. La mirada crítico-propositiva a la educación es necesaria; y debe fortalecerse. Esta mirada no debe demonizar a los docentes. Estos, junto a los demás actores y sectores, comparten responsabilidades. Por esto, preguntarse qué hacemos con los docentes es un interrogante punitivo inadmisible.
Este artículo no pretende defender los docentes a ciegas. Por el contrario, lo que interesa es que a los docentes se les trate como lo que son. En primer lugar, personas. Esto no siempre se les reconoce. Se les evalúa, generalmente, en función de lo que deben enseñar a los estudiantes. En este énfasis no se percibe ningún empeño en que se desarrollen integralmente. Se les asume como actores para hacer, para reproducir y hasta para imitar. Interesa un bledo que potencien su capacidad intelectual y que funcionen como tal. Mucho menos interés se muestra en que fortalezcan su compromiso práctico con la investigación, con el desarrollo de las ciencias. Parece que esto es cosa de otros. El desinterés se percibe en la organización y en la planificación de su tarea en los centros educativos y, muy especialmente, en la formación que reciben.
En segundo lugar, un factor determinante en la inconsistencia profesional de los docentes se relaciona con la cultura política clientelar que vertebra el sistema educativo dominicano. Esta cultura es propia de todas las épocas con énfasis diferentes, pero permanece como nervio central de las decisiones de políticas educativas y del funcionamiento de las instancias organizativas del sistema educativo. Un alto porcentaje de los docentes responde de forma entusiasta a las consignas y máximas del partido político al que pertenece. En fidelidad, le responden expandiendo el clientelismo político en centros educativos, distritos educativos y Regionales de Educación.
En tercer lugar, las condiciones laborales de los docentes ya no se nombran; se asume que son los empleados que tienen los salarios más elevados y las vacaciones más largas. Los sociólogos y los economistas deben realizar estudios imparciales para que ilustren a la sociedad sobre la verdad respecto de las condiciones en las que trabajan los docentes. Deben analizar las condiciones que tienen para estudiar, investigar, debatir entre pares y para la recreación del pensamiento. De igual manera, deben investigar el espacio con que cuentan para descansar y divertirse como personas humanas y para reponer la salud mental. Los docentes requieren un trato justo y veraz.
Tenemos evidencias de que no basta que los docentes tengan consistencia profesional. Esta tiene poco o ninguna fuerza sin una vocación con sentido educativo. Hoy resulta anticuado hablar de vocación educativa. Se identifica con algo arcaico que se relaciona con tiempos distantes de la Inteligencia Artificial y de los nuevos tiempos de este Siglo. Pero conviene que, con el lenguaje y con el estilo de la época en que vivimos, se le ponga atención a la vocación para el ejercicio de la función docente. Sin miedo ni vergüenza, urge volver a recuperar la importancia de un docente convencido de que la profesión que ejerce tiene significado para sí mismo y para la sociedad. La vocación despierta la audacia educativa.
No basta la consistencia profesional, por ello a la vocación docente se le ha de prestar atención en el proceso de formación. No se concibe una vocación endógena. Se ha de impulsar una vocación docente abierta a nuevos aprendizajes; y a la diversidad de saberes, culturas y contextos. Un docente direccionado por la vocación docente difícilmente se deja instrumentalizar. Desarrolla libertad, autonomía y compromiso con el aprendizaje de sí mismo y de los que acompaña. Las instituciones formadoras de docentes han de poner el acento en una formación consistente unida a la formación de la vocación docente. Esta articulación disminuye el riesgo de la banalización y de la comercialización de la profesión docente.