Vivimos una época tan de prisa, tan cargada de cosas y centrados en el trabajo y el rendimiento, que con frecuencia perdemos de vista lo esencial, lo que nos permite vivir una vida buena, el vínculo y la celebración con los demás.

De esa manera, el día a día se reduce al afán diario, casi mecánico de levantarse y correr hacia el trabajo para llegar luego a la casa cansados y muchas veces angustiados por lo que aún nos queda pendiente para el siguiente día, robándonos la posibilidad del sueño reparador y de vivir más plenamente la vida.

Sentimos que todo va muy deprisa, que el tiempo vuela, que apenas iniciamos un nuevo año cuando nos percatamos que ya está por terminar y todavía nos quedan pendientes algunos o casi todos los propósitos que habíamos pensado alcanzar.

Cuanto se oponga a ese estilo de vida carece de sentido, pues es lo único que parece darnos la razón de vivir. Por supuesto, el trabajo es importante ya que permite producir los bienes y servicios que todos requerimos en la vida personal y social. Pero no lo es todo.

Todo luce que darnos el lujo de “no hacer nada” es una pérdida de tiempo, es eso, “un lujo que no puedo darme”. Así, nos encontramos en una carrera sin freno, “pues no hay tiempo que perder”, dejando de lado todo aquello que puede ser eso: “una pérdida de tiempo”.

No es raro entonces que ésta misma época está plagada de soledad y angustia, de pérdida del sentido de la vida que solo conduce hacia una especie de anomia psicológica tras la prevalencia del yo y sus anhelos, negándose a toda posibilidad de vida social y valoración del otro, con ello, sobreviene la tristeza y, en ocasiones, la depresión. La Organización Mundial de la Salud, en su informe mundial sobre la salud mental, ha alertado con énfasis acerca del tema.

Como dice Byung-Chul Han en su libro Vida Contemplativa[1]: “La existencia humana en conjunto está siendo absorbida por la actividad” sin límites y, con ello, la contemplación y la quietud se constituyen en un raro modo de perder el tiempo debido a que “percibimos la vida en términos de trabajo y rendimiento”; lo otro, no tiene cabida entonces.

La natividad del Señor de nuevo nos convoca a recuperar el sentido de la vida, su significado y motivación para vivirla de manera plena con la generación de relaciones fraternas con los demás, promoviendo vínculos de solidaridad y amor, que ensanchen nuestras vidas y que nos haga florecer en el bienestar personal y colectivo.

El vínculo con los demás nos hace humanos. Nos permite reconocer la grandeza de la vida y la belleza del ser en la relación compasiva y misericordiosa con el otro. Una vida sin el otro, nuestra propia alteridad, sin festividad y razones para compartir, se vuelve en una vida vacía, carente de sentidos y significados.

Coloquemos cada cosa en su lugar, démosle al trabajo su razón de ser y su espacio, sin convertirlo en la única razón para vivir. Descubrámonos a nosotros mismos en el otro y en la celebración del encuentro con él. Démonos la oportunidad de contemplar la belleza de la naturaleza, que se nos manifiesta en todas las cosas vivas y que nos rodean por doquier.

Hagamos de estos días, días de encuentro y celebración de la vida. Él, que siendo Dios quiso nacer en un pesebre, sin más lujo que el que proporciona la sencillez de un establo, nos ofrece la oportunidad permanente del encuentro y así, celebrar la vida.

[1] Han, Byung-Chul (2023). Vida contemplativa. Penguin Random House. Grupo Editorial. España.