En la reflexión de los filósofos presocráticos, el origen del cuerpo es pensado como resultado de una combinación de elementos: agua, tierra, fuego y aire.
Esta idea reaparece en la obra de Platón, sobre todo en el “Timeo o de la Naturaleza”. Para Platón, Dios creó el cuerpo como unión de los cuatro elementos, pero dotándolo de la capacidad sensorial y del alma, que daría sentido y unidad a su creación.
La visión platónica entiende el cuerpo como la materialización y la celda del alma, la cual impone deseos y pasiones que el cuerpo debe atender, regular y administrar. Al mismo tiempo el alma, forma parte de una distribución tripartita, cuya función consiste en unir cuerpo y mente, incorporando valores y sentimientos elevados que permitan superar la dicotomía entre la búsqueda del placer, las necesidades primarias de lo corporal y la inclinación intelectual e idealista de la mente.
Guiado por el alma, el cuerpo debe seguir procesos de reflexión y purificación que lo ayuden a resistir las tentaciones del mundo, que degradan y desvían su curso. La finitud del cuerpo es un recordatorio permanente de la banalidad de lo sensible y de la naturaleza vulnerable de la carne.
La inmediatez de la experiencia corporal y de los signos que la manifiestan a los otros, el hecho de compartir ritos vinculados con la sociabilidad, son las condiciones que hacen posible la comunicación, la constante transmisión de los sentidos dentro de una sociedad dada. Pero, paradójicamente, parecería que, la familiaridad del sujeto con la simbolización de los propios compromisos corporales durante la vida cotidiana, el cuerpo borra, desaparece del campo de la conciencia, diluido en el cuasi-automatismo de los rituales diarios. Precisamente cuando más absorbidos estamos en un quehacer, el cuerpo parece no figurar. “El cuerpo—según la clarividencia poética de Octavio Paz– es el lugar de la desaparición del cuerpo”. Suponer empero, que la actividad es lo primordial significaría tanto como decir que el cuerpo es un factor añadido, pero no es así, puesto que sin las piernas y los pies con los que nos desplazamos hasta donde moran las cosas, sin las manos y los oídos, etcétera, cualquier acto sencillamente no sería más que una fantasmagoría protagonizada por entes irregulares o amorfos.
La relación que el hombre mantiene con su cuerpo, para Merleau-Ponty, no viene sellada por un decreto arbitrario entre dos términos exteriores: uno, el objeto; el otro, el sujeto. Esta unión se consuma a cada instante en el movimiento de la existencia. La experiencia del cuerpo es absorbida por la corriente vital, la cual, orientada esencial y preferentemente hacia la acción, arrastra los hilos intencionales que vinculan el cuerpo a su contexto práctico inmediato. “No puedo comprender la función del cuerpo viviente más que llevándola yo mismo a cabo y en la medida en que yo sea un cuerpo que se eleva hacia el mundo”. “Cognitio corporis experimentalis”.
De esa manera el autor encuentra siempre el movimiento de lo que él denomina “ser-del-mundo” (“étre au monde”)—el cual guarda un significativo paralelismo con el estar-en-el-mundo heideggeriano.
Aquello que Spinoza sugiere en la “Ética”–“Nada sabemos acerca de lo que puede un cuerpo”—significa que la relación deseada que caracteriza al ser humano está dotada de flexibilidad o elasticidad. Los momentos de composición o descomposición hacen del cuerpo una variabilidad extrema. En “Spinoza y el problema de la expresión”, Deleuze sostiene que un modo cambia de cuerpo de relación con el otro, saliendo de la infancia o entrando a la vejez. Crecimiento, envejecimiento, enfermedad: nos es difícil reconocer a un mismo individuo. Un cuerpo se expone, expresa y conoce por su potencia de actuar, que es la única forma real, positiva y afirmativa de un poder de ser afectado al momento de desear al otro. Es cierto que mientras que el poder de ser afectado del cuerpo se encuentre colmado por afecciones pasivas, está reducido a su mínimo, y su estado es la manifestación de la finitud y la limitación. Un cuerpo como modo existente expresa voluntad en su potencia de actuar. Su experiencia misma es susceptible de variar según las afecciones que le pertenecen en tal situación o momento.
La valoración del cuerpo forma parte de una empresa que también reconoce en la naturaleza toda la potencialidad o virtualidad, todo el poder inmanente, todo el ser inherente.
La expresión de la naturaleza y la de cualquier cuerpo que la constituya proviene de una explicación causal, donde el objeto del deseo remite a lo que supera y a las exigencias de una causalidad carente de imágenes del otro.
El acceso de la filosofía clásica al cuerpo se impone por inducción física en Descartes, por causalidad física en Spinoza o por deducción moral en Leibniz. Deleuze se separa de la inducción física y de la deducción moral: elige pensar el cuerpo desde aquello que lo excede y desde las exigencias de una causalidad que genera el deseo del éxtasis. Serres afirma la potencia excedentaria:
“Diré que los cuerpos pueden casi todo. Con insistencia he sostenido que conocen ese poder aquellos optimistas que luchan frente a la adversidad. Es verdad que ciertos límites no pueden ser franqueados: el entrenamiento intensivo y las “performance” extraordinarias desgastan y pueden matar. La ley de la experiencia muestra que exponerse, fortifica y protegerse en exceso, debilita. Las formas del dolor y los modos del padecer abren el cuerpo a la existencia y a los aprendizajes más inesperados”.
El cuerpo se desvanece de la vida. Infinitamente presente en tanto soporte inevitable, la carne del ser-en el mundo-del hombre está, también, infinitamente ausente en su conciencia. El estado ideal lo alcanza en las sociedades occidentales en las que ocupa el lugar del silencio, de la discreción, del borramiento, incluso del escamoteo ritualizado a través de su obscenidad morbosa y mercantil.
Lo simbólico aquí no es ni un concepto, ni una instancia o una categoría, ni una “estructura publicitaria”, sino un acto de intercambio y una relación social que pone fin a lo real, que disuelve lo real, y al mismo tiempo, la oposición entre lo real y lo imaginario, como ha dicho Baudrillard.
En el sujeto deseante un cuerpo no solamente se percibe como un objeto cualquiera. Esta percepción objetiva está habitada por una percepción más secreta: el cuerpo visible está subtendido por un esquema sexual, estrictamente individual, que acentúa las zonas erógenas, dibuja una fisionomía sexual y reclama los gestos del cuerpo, integrado a esta totalidad afectiva.
Si el cuerpo puede ser considerado el ser de la existencia o la “ontología en sí”, resulta posible afirmar que “hay” un cuerpo: que “hay” un espaciamiento vital y mortal del cuerpo que inscribe en la existencia y en sus prácticas que esplende erotismo, imaginación y fantasía. Y en el existir cobra valor la vibración y la intensidad singular, móvil, múltiple y cambiante de un acontecimiento. Tocar el cuerpo singular implica experimentar una acción que lo expande o una contemplación que lo conserva. Escribir—y de eso se trata aquí—toca el cuerpo componiéndolo con lo incorporal del sentido y a la vez, es recorrer el espaciamiento mortal del cuerpo, como actualidad y virtualidad, en el borde extremo y de cara a lo abierto. “Ahí”, en el extremo y sin que nada haga de cierre, el cuerpo puede casi todo, toca su límite y se desvanece.