Todas las mujeres hemos pasado algún episodio de celos y no precisamente sea el reflejo de nuestras inseguridades. Sin ánimo de usurpar las funciones de los especialistas en salud mental, pero sí, hay hombres que nos dañan a tal nivel que una es capaz de dudar tanto que puede traicionar sus convicciones y hasta su forma de ser.
Aquellas que no celan, las otras que se saben y se sienten que están buenas, las que ignoran y hasta aquellas calculadoras que son capaces de mantener control de sus emociones como si se pudiera hacer hielo con la sangre que le corre por las venas. Todas, alguna vez, hemos sufrido el malvivir de los celos. Y todas sabemos lo feo y agotador que es aquello. Especialmente, después que uno se le zafa a esos ejemplares y ve las cosas desde fuera, desde lejos y en plena facultad y control. Como quien se le zafa a las ruedas de un camión. Entonces ahí, o una se ríe o es presa de la resaca moral.
Pero, una cosa es vivirlo, sufrirlo y una bajo conciencia, sacudirse y volver en sí. Otra muy distinta y distante, es esa de perseguir, hostigar y agredir. Eso, que no le luce ni a los hombres ni a nadie, muchísimo menos a una mujer. Y aquí vuelvo y pido permiso a los que sí saben del comportamiento humano y me atrevo a hablar de amor propio y de desechar todo aquello que nos daña y nos convierte en eso.
Una señora que acechó al marido a la salida de una cabaña y terminó montada en el bonete del vehículo en el que iba su marido, si se le puede decir así, y la amante. En un video se ve a la señora mientras el vehículo iba en marcha por una autopista. Uno lo ve y no sabe si indignarse por la obstinación de la doña, la desconsideración del señor o el peligro que representaba aquello y que fácil pudo terminar en una tragedia.
Otra mujer que, bate en mano, fue a romperle el vehículo al esposo, si es que el título se aplica, porque estaba en casa de una mujer. Sin saber el contexto del hecho y sin necesidad de abundar en más detalles, el hecho ya sobrepasa un episodio de celos. El desenlace, perseguida y apresada por la Policía Nacional, rindiendo cuentas ante la justicia, sus hijos en casa probablemente cuestionado el tino de su madre y el esposo, justamente donde siempre quiso estar, muy probablemente en la misma casa de la mujer donde la esposa lo encontró.
Y puedo seguir. Porque esos mismos episodios se remiten a todos los ámbitos y la farándula tiene los suyos. Eso de ofrecer golpes y salir en cacería atrás de la querida es más que común y bien sabido. Casi casi tan normal, que la gente ya no separa a las mujeres que pelean y ahora se ocupan de grabar.
Lo cierto es que, si uno ha condenado esas acciones que antes la protagonizaban solo los hombres en actitud animal y con aires de brutos, ahora también toca condenar y señalar esos actos tan feos que las mujeres, de la clase que sea, han querido adoptar y hasta normalizar. Eso no le luce ni a los hombres y muchísimo menos a nosotras las mujeres.
Si se trata de poner fin a la violencia de género, de ser respetadas y consideradas, esto no se puede convertir en un enfrentamiento de ojo por ojo, porque nos vamos todos a quedar tuertos.
Su pareja no es su hijo y tampoco es su propiedad. Y a fin de cuentas, cada quien está donde decide o quiere estar. ¿Para qué afanarse en retener? Una cosa es echar el pleito, luchar por un matrimonio y aguantar en nombre del amor, otra muy diferente es obligar al otro a quedarse al lado suyo como si fuera una condena.
Saquémonos de la cabeza aquello de que los maridos se roban o los hogares se rompen. El único responsable de respetarse, amarse y empeñarse en que las cosas funcionen es la pareja. No es una labor de los hijos, de la sociedad ni de nadie.
Yo sé que la razón se nubla. Sí, yo sé que una no escucha consejo y que, tal como dice la gente, “el diablo es sucio y no duerme en su cama” cuando esos celos se le cruzan entre ceja y ceja, pero a algo nos toca aferrarnos que nos mantenga atadas a la razón, a la realidad y al amor propio. Así sean los hijos, la vergüenza o el amor y el respeto a una misma.