Entre el Reino Unido y Francia hay una gran diferencia. El primer país exhibe la monarquía parlamentaria como forma de gobierno, mientras el segundo es una república. La diferencia atañe a lo que quedó evidenciado con los funerales de la Reina Isabel II y la coronación del Rey Carlos III: una devoción esquizoide de los ingleses a una forma de gobierno anacrónica. Hoy la forma de gobierno preferible es la república porque está más a tono con la época de la IV Revolución Industrial, la Era del Conocimiento y la condición humana.
La trascendencia de tal devoción desborda los límites del Reino Unido al ser el monarca británico reconocido como jefe de Estado en 14 de las 54 naciones que conforman la Mancomunidad de Naciones (antiguo Commonwealth). A pesar de que hoy 34 de estas naciones son repúblicas independientes, todavía el monarca británico preside la Mancomunidad. Algunos perciben a la Mancomunidad como una “reliquia colonial”, pero en ella prevalece la voluntad de los países miembros de adherirse a valores comunes y mantener lazos de cooperación con el Reino Unido.
La monarquía y la república son formas de gobierno muy distintas. En la monarquía prevalece “el imperio de los hombres” mientras en la república prevalece “el imperio de la ley”. El meollo de las diferencias entre las dos formas de gobierno consiste en el grado de poder que tiene el jefe del Estado y su elección democrática. En la monarquía el jefe del Estado es el rey, cuyo puesto es vitalicio y hereditario, mientras en la república la jefatura del Estado la ostenta un representante político elegido por los ciudadanos por un periodo determinado.
Como forma de gobierno, la república tiene sus orígenes en Grecia y en el Imperio Romano. Más recientemente, entre los predecesores mejor conocidos figuran la creada por la independencia estadounidense, a la cual le siguió la instaurada por la Revolución Francesa en el 1792 con el lema “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Una versión moderna de la república la define como “un sistema político fundamentado en el imperio de la ley (la predominancia de una constitución nacional) y la igualdad ante la ley (llamada Estado de Derecho), es decir, un conjunto de leyes que rigen a la totalidad de la población por igual y sin distinción de ningún tipo de condiciones”.
De los 193 países que conforman la membrecía de las Naciones Unidas actualmente hay todavía 43 que se rigen por forma monárquica de gobierno. Existen cuatro modalidades diferentes de monarquía: la constitucional, la absoluta, la federal y la mixta (ver gráfico).
El resto de los países son repúblicas, las que a su vez pueden ser 1) parlamentarias (cuando opera un parlamento robusto del cual es electo el primer ministro, cuyos poderes ejecutivos son controlados y sometidos al parlamento, 2) presidencialistas, y 3) semipresidencialistas. Francia es hoy un ejemplo de esta última modalidad porque su primer ministro es el jefe de gobierno y responde al parlamento.
En América Latina prevalece la república como forma de gobierno. La única excepción existe en una comarca de Bolivia donde el gobierno reconoce los vestigios de una monarquía. Se trata de Su Majestad el Rey Julio Pinedo y Pinedo, un nieto de Bonifacio Pinedo, el último conocido rey esclavo que llegó a Bolivia durante el periodo colonial y quien adoptó el apellido de su amo y es hoy oficialmente reconocido por el gobierno republicano. Pero nadie promueve hoy la monarquía en la región porque la república se tiene como la más cónsona con las ansias de libertad del ser humano. Los regímenes autoritarios en Nicaragua, Venezuela y Cuba son excepciones temporales.
En el Reino Unido prevalece la monarquía parlamentaria desde que una revolución del 1688 logró instaurarla. En esta modalidad de gobierno el monarca es jefe del estado y ejerce labores ceremoniales y protocolares, pero el poder político reside en el gobierno (encabezado por un primer ministro) y el parlamento. A pesar de ese deslinde de poderes, desde entonces se ha desarrollado por gran parte de la población una adhesión y fidelidad al monarca y a la familia real que no compagina con la realidad y las exigencias de los tiempos modernos.
En la historia de la humanidad las religiones y las monarquías fueron por milenios los esquemas de gobierno y control de la gente. (Eso incluye a las tribus y clanes.) Todavía hoy la presencia en el mundo de estas dos fuentes de poder político es considerable. Ha habido gobiernos teocráticos y monarcas que se autodesignaban divinos. En la historia del Reino Unido inclusive hubo monarcas que pretendieron ser divinos (eg. Enrique VIII). Durante todo ese pasado y entre sus remanentes se exige del ciudadano una sumisión a las figuras de poder que no es compatible con los ideales de libertad e igualdad que sacó a flote la Revolución Francesa. Y eso aplica, entre otros países, a Japón y Tailandia, aunque sus respectivas monarquías constitucionales no conciten tan amplia cobertura mediática como la inglesa.
La monarquía constitucional o parlamentaria deja incólume la figura de un jefe de estado superior al ciudadano común y perpetua la creencia de una superioridad que no propicia la igualdad ante la ley. Bajo su dominio el ciudadano se concibe a si mismo inferior como súbdito o vasallo y de ese complejo de inferioridad se ha derivado una idolatría hacia los miembros de la realeza. De ahí surge el vasallaje irracional que hoy protagoniza, de manera prominente, el pueblo británico. En cualquier país monárquico esa ciega lealtad a los iconos del poder actúa como una rémora que retrasa el progreso de la humanidad porque impide que prevalezca el contrato social de Rousseau, el cual se basa en las nociones de libertad individual e igualdad ante la ley.
La condición humana es intrínsecamente libertaria, aunque por épocas haya sido magullada con la esclavitud o con una forzada servidumbre. Por eso la idea de la igualdad ante la ley entre ciudadanos en los regímenes republicanos ha prendido tanto. Perpetuar las formas y protocolos de la monarquía, aun cuando despojada de poder político, acentúa las desigualdades sociales. Como respetables analistas han demostrado que la desigualdad está creciendo en el mundo de hoy, prolongar la vigencia del vasallaje simbólico del pueblo británico es contraproducente. Y como el sentimiento de igualdad actúa como un precursor de la fraternidad, esa situación conspira también contra ese ideal de la Revolución Francesa. Y, en consecuencia, conspira contra la paz mundial.
El alegato de que se requiere de una figura supra natural para representar al Estado de una nación tampoco tiene asidero. Un jefe de Estado es ciertamente “la cabeza, líder o soberano que ejerce las funciones de representación del Estado, visto este como la máxima organización política que ostenta y se regula con una estructura jurídica y política propia, con población y que opera en un territorio delimitado.” Pero nadie podría alegar que la unidad y continuidad que la figura del jefe de Estado genera no pueden ser generadas por un representante del gobierno republicano.
Por más que el exquisito protocolo ingles inspire admiración, la persistente devoción del pueblo británico a la carcasa histórica de su realeza daña su tejido social. Ese esquizoide comportamiento perpetua mitos y creencias que no son compatibles con la IV Revolución Industrial y la Era del Conocimiento. El gobierno del Reino Unido debe adoptar un plan para desmontar esa idolatría esclerotizada. Por fortuna los medios reportan que la devota lealtad del pueblo británico a su monarquía está en decadencia. Ojalá y eso se acelere para que el Reino Unido pueda ser un modelo de nación entre sus pares de la Mancomunidad de Naciones y ante el resto del concierto de las naciones.