Mis compañeros más cercanos cuando estudiaba en La Salle, que luego coincidieron conmigo en la facultad de derecho, eran Luis Schecker Ortiz y Jesús María Hernández. Nos juntábamos cada día a estudiar por las noches en la casa de Luisito, que vivía relativamente cerca de la mía en la Zona Universitaria, cerca de la Máximo Gómez.
Un día en una fiestecita con las muchachas del barrio, de las que me había hecho amigo, conocí a una joven muy atractiva que había regresado hacía poco de estudiar el High School en los Estados Unidos. Como eran cerca de las seis de la tarde cuando terminó la celebración, la acompañé a su casa. Ella vivía en la avenida Independencia, al lado de la casa de los Vicini, cerca de la avenida Máximo Gómez. Llegamos a la casa y al cruzar el jardín vi a una joven subida en una mata de limoncillos muy alta, físicamente igual a la chica que iba a mi lado. En mi fuero interno pensé: “Esa es la mía” y en ese momento se acabó el mariposeo que me había caracterizado.
Ella era Marcia. Nos casamos el 21 de enero de 1961, Luis Schecker fue el padrino de nuestra boda civil, el 28 de enero. Por exigencias del padre de Marcia lo hicimos también por la Iglesia Católica. Fue la madre de mis hijos. Ella me acompañó por amor en todas las aventuras que he tenido en una vida agitada. Fue ella quien asumió la carga de la familia cuando entré a la clandestinidad por mi lucha democrática.
En el año 2001 los médicos encontraron que Marcia padecía de Hepatitis C, una enfermedad incurable en esa época, que afrontó con valentía y buen ánimo. Estuvo años combatiendo la enfermedad, le hicieron tres tratamientos bien fuertes de interferón, una proteína utilizada para combatir esa enfermedad.
Sin embargo, en ningún momento Marcia perdió el ánimo ni la vitalidad, hasta el punto de que el día en que los médicos le informaron que ya era imperativo el trasplante y que debía mudarse a Estados Unidos a la espera de que eso ocurriera, seguía haciendo una vida normal: manejaba su carro y hacía todas sus gestiones, aunque siempre había alguien con ella en la casa y yo iba a visitarla con frecuencia.
Cuando llegó su turno en la lista de espera, fue llamada dos veces, pero los hígados tenían problemas y los médicos, en ambas ocasiones, la devolvieron del quirófano. Del hospital salía a hacer su vida normal.
Al tercer llamado los médicos entendieron que el hígado era apropiado y procedieron a la operación. Ese llamado fue a las 11 de la noche. Yo estaba en Santo Domingo y no podía encontrar un vuelo, como en las anteriores ocasiones, para llegar a tiempo. Cuando llegué en el primer vuelo de la mañana ya le estaban haciendo la cirugía. Al otro día del trasplante, a finales de agosto del año 2005, el huracán Katrina llegó a la Florida y causó grandes devastaciones.
El postoperatorio de Marcia fue muy difícil y cuando salimos de la clínica, nunca más fue la misma. Para evitar el rechazo del órgano trasplantado era preciso eliminar las defensas de su organismo. Esa pérdida de defensa hizo que la hepatitis C se recrudeciera y deterioró el hígado trasplantado, lo que le provocó la muerte el 3 de diciembre de 2006.
En ese entonces me prometí, y así lo he cumplido, que nunca la recordaría con tristeza y no puedo hacerlo pues pienso en todo el tiempo que estuvimos juntos a pesar de los problemas que tuvimos durante los primeros años de matrimonio a consecuencia de mis actividades políticas y de la persecución a la que fui sometido. Estuvo conmigo en todo momento, en las malas y en las buenas. Me apoyó siempre y yo a ella. Más que marido y mujer, fuimos compañeros. Nunca nos irrespetamos. Nunca le dije un “San Antonio” ni palabras ofensivas en una discusión, eso en mi casa nunca ocurrió.
Teníamos discusiones normales, propias de cualquier pareja, pero sin pasar de ahí. A eso contribuyó un acuerdo que hicimos a principios de nuestro matrimonio, que fue prometernos que, en caso de cualquier desavenencia, ninguno de los dos abandonaría la cama, pues tarde o temprano el problema se iba a resolver, y ciertamente así ocurrió.
Despedimos a Marcia con un ceremonial en el Jardín Botánico que convertimos en un hermoso acto de amor. Sus cenizas abonaron dos matas de ceiba que sembramos a la entrada de ese bello rincón del parque, llamado Laguna El Palmar y que parece una catedral cubierta por ramas de bambú. Mi amigo Mario Serrano, entonces sacerdote jesuita, le ofició una misa con guitarra. De esa manera mostramos respeto por su creencia.
En el aire solo se respiraba amor, buenos recuerdos y la tristeza quedó a un lado. Habíamos planeado servir un buffet después de la ceremonia, pero inesperadamente comenzó a llover. Era un aguacero increíble con tormenta eléctrica, pero aun así se sentía la luz y el ritmo de las copas de las matas de bambú embellecía el ambiente y los asistentes, aunque se empaparon, sintieron su espiritualidad fortalecida.
Las ceibas han estado creciendo a una velocidad sorprendente. Ahí están altas, serenas y firmes como Marcia, cuidando la entrada del lugar donde esparcimos sus cenizas.
Dos años antes de la muerte de Marcia vivía solo, ya que ella debió permanecer en los Estados Unidos por su estado de salud. Luego del trasplante, en ese período crítico que sufrió hasta su muerte, apenas vino por unos días a República Dominicana. Aunque viajaba al menos una vez al mes para verla, me adapté a vivir solo.
Mis hijos me dicen que yo estaba preparado para la soledad, no sólo por el tiempo en que viví lejos de Marcia, sino por los años en la clandestinidad. Ciertamente disfruto estar solo, leer y quedarme en casa. Marcia solía bromear sobre esto con los amigos, pues a ella le gustaba viajar mucho, pero no siempre podía acompañarla.
Cuando la veía interesada en viajar le compraba el ticket y la estimulaba a ir, casi siempre en compañía de su hermana gemela Mayra. Ella decía a sus amigas que, aunque muchos maridos buscaban la forma de quedarse solos para vagabundear, yo lo hacía para quedarme tranquilo leyendo, disfrutando de una película o en la playa. Eso hago en mi viudez. Me encantan esas actividades, sobre todo estar en contacto con el mar.
Aun cuando mis condiciones económicas eran limitadas, la primera inversión que hice fue en una casita cerca del mar, casualmente en Villas del Mar. Hoy la tengo en Samaná, una villa pequeña con una vista extraordinaria y un bote para navegar y pescar. Eso forma parte de las cosas que me estimulan y que cargan mi batería, lo que me permite mantener la energía que me caracteriza.
Fragmentos editados de mi libro “Relatos de la vida de un desmemoriado”.