Nadie está obligado a quien toca, sin importar la hora, a que le abran la puerta.

Desde la antigüedad los sueños han constituido para el hombre el enigma cotidiano en que nos desenvolvemos, a veces placenteramente y otras, con cierto pesar. Ser el protagonista de los propios sueños es toda una aventura, serlo de otro, toda una pesadilla que, a propósito, cuando el sueño se torna en problemático se alude cuando se despierta: “Anoche una pesadilla no me dejó dormir” y si esa pesadilla se hace real, dormido o despierto ¿hacia dónde escapar si donde se sueña se está tan bien? Cuando se sueña en grupo son válidos y crea derechos, una especie de “derecho marítimo en ese mar ignoto que siempre se les ha atribuido a los sueños”, y así, pues estos (los sueños) pertenecen al ámbito de la religiosidad cuando conviene. Se tiene el privilegio de estar, de formar parte del sueño del Faraón, y los sueños de los faraones son premonitorios, de ahí que ante un gran problema hay que ponerle caso al sueño. Los sueños dan la solución. Ellos resuelven los grandes dilemas del pensamiento y más si son de blancos. Como todo es una gran cadena del ser, sean los sueños la raíz de estarse quieto o moverse.

Lo anterior se escribe pensando en la sociedad norteamericana, en su situación actual. La sociedad soñó al actual presidente y se está por despertar en medio del océano con una tormenta. Los que están en plena marea en barcas frágiles vigilados por un trasatlántico miran al cielo en busca de un milagro; los que se acostumbraron a los manjares suculentos en grandes festines solo miran el cielo o el camino polvoriento. Los sueños del faraón, que eran compartidos, ahora son del que arenga “desde un lugar cerca de usted” con faraoncitos que diseminan sus ordenanzas a los cuatro vientos, incluyendo los santuarios; los llamados santuarios otrora refugios pletóricos, ahora agonizantes, el ahora que siempre es el que da muerte como sucede en la cinematografía.

Los que estamos siendo soñados estamos feos para la foto; para evitar que los sueños del faraón nos alcancen, pues no basta con quitarnos de la vía en que transiten sus sueños pues él también tiene sueños, donde las cabezas ruedan cual Nerón incendiando los primeros adeptos a Jesucristo, para que la Roma antigua en esas noches de invierno se calienten. La combustión de un cadáver, además de proporcionar un olor a flor de muertos al ambiente, regocija al que los pone como ejemplo para el presente y sea recordado por siempre. Es lo que busca el verdadero faraón, tanto en sus sueños como en la realidad que construye, pero no hay que olvidar, los faraoncitos, de los mismos orígenes del que hoy prende sus cadáveres en el aire, en los caminos, escondiéndose en sus casas, son los que les han dado el poder para que él, El Faraón, sueñe en grande como los seis y tantos pies, que el honorable tiene de estatura. El Faraón nos seguirá soñando por otro tiempo, de eso no hay duda, sus sueños apenan comienzan y los gritos de los soñados ni pio les hacen a su naturaleza de mamuts conservado en frío glacial.

Aunque el mundo tiene como esencia la migración, siempre hay un límite, ¿cuál? Que por más gentes que se expulsen, en el derecho omnipresente del Faraón, y lo que representa, los expulsados se acaban. Y a los soñados decirles, si sueñan otra vez, con viajar, no importa cómo, háganlo desde estrellas enanas blancas o de rascacielos, evitando la manera tradicional, con agua, machete o creyendo que el país de origen es indio, a la manera que el dominicano entiende esta última palabra, es decir, pendejos.