Hablar de los cuerpos de la guerra no es anodino en la postmodernidad. Están categorizados por el horror que provocan las evidencias primarias que se observan en los medios de comunicación. Esos cientos de bolsas de colores que van de negro a blanca son los nuevos depósitos de restos humanos a causa de la guerra. Muchos de ellos descuartizados por misiles y armas sofisticadas para el exterminio masivo.
El odio del obseso y su pervertida mirada que se percibe sintomática de dolor, cuando no puede destruir lo que le muestra el espejo, aquello que no podrá ser, ni será debido a la falta. Es lo que la antropología contemporánea, no puede teorizar, porque se pierde en la impotencia de los efectos de los juegos culturales, debido a que protege, las objetivaciones parciales de los agentes que están comprometidos con el desarrollo de los juegos de la guerra.
Hablar de esos cuerpos es conversar sobre nuestra ceguera epocal. No basta con tener conciencia y rechazar, a tales productores de imágenes de odio, groserías y visuales antagónicas que defienden bandos del centro, de la izquierda. Es necesario crear espacios para mostrar la vergüenza de los que siguen apoyando la guerra y el libre derecho de vivir en paz y en plena euforia creativa.
Estamos acurrucados esperando otra tragedia. Ese horror que inmortalizarán los ropavejeros de la producción y de los productores de palabras que reducen todo, a las estrategias de los adversarios. Estamos atrapados en la hiel del odio, en la falsa comprensión de los puntos de vista, en la ceguera de los juegos de la guerra.
Esta iconología de las formas y los contenidos están siempre ligados a las multinacionales de las armas.
Es una sociedad que honran la codicia y a los carcomidos que universalizan el ojo por ojo y el diente por diente. Nos cubrimos con un abrigo de decencia, mientras planificamos la destrucción del otro. Es así como el adversario pantagruélico establece su fisonomía y patognomía. Lo hace tratando de desviar y eludiendo la verdadera significación de sus cualidades del alma: la de albergar una proyección simbólica en defensa de su violencia, la de ser los títeres y cortesanos del cornudo histórico.
Dirían los psicoanalistas que son efectos de la llamada represión. Por tales razones, ellos quieren ocultar en bolsas plásticas el genocidio. Eso que no queremos aceptar visualmente es el horror que nos provoca el acto pulsional de matar. La pubertad de occidente, ya pasó. Aflora el producto de su egoísmo colonialista, las adicciones por un progreso que destruye todo a su paso. Las pulsiones que le aterran sobre su propio sadomasoquismo, apetencias y sueños violentos sobre los cuerpos humanos que no logran conquistar para convertirlos en maquinaria de trabajo.
Hoy pensaba en esta historia rocambolesca de cuerpos inmóviles, de brazos y manos fueras de marco que constituye lo funerario. A dónde irán esas miradas perdidas que fueron encorsetadas en estadísticas de guerra. Si existe una brizna de espontaneidad en estos retratos de naturaleza violenta, ¿Cuál será las respuestas del otro? Abra una respuesta para dar ritmo a lo geométrico y a la estricta simetría de la representación de defenderse. Lo que conmociona al mundo es el drama de una camisola negra que se pliega sobre los cuerpos muertos que están haciendo historia en el contexto de una cultura de la apariencia.
El cortesano occidental está lejos de resolver la relación entre el ser y el parecer. No es hermoso el carretón de los cadáveres producto de una gran falla, como la del aparcamiento de grupos que se convirtieron en apátridas. Fracasaron esos actores políticos y sociales. No pudieron detener esos imperativos, asociados con los intereses de unos pocos. Esta iconología de las formas y los contenidos están siempre ligados a las multinacionales de las armas. No nos respetan con su abigarrado y prepotente lenguaje. Estos retratos de la guerra desvelan desolación y ojos que se cierran, porque no aguantamos, a estos guardianes de cuerpos muertos. El episodio bufonesco de los medios de comunicación, atraviesa la pulsión escópica de simular las escenas implícitas de la cara de la guerra. Todos los poetas saben que no se puede eludir el mal, con tales escudos, pues no dan paso, a los diálogos amorosos que son necesarios para mover el tablero del poder.