A nivel mundial, se verifica una crisis de los sistemas de partidos, la cual se conjuga y acentúa cada vez más con una angustiante crisis de la democracia. De esa circunstancia, son conscientes las direcciones esas colectividades políticas que, a pesar de eso, persisten en la mala práctica de despreciar toda regla tendente a hacer efectivos los derechos de participación y representación de su militancia, como es el espíritu/esencia de la reciente Resolución 13-23 de la Junta Central Electoral, JCE, basada en la sentencia del Tribunal Superior Electoral sobre el carácter de las reservas de candidaturas partidaria. En ella se establece con claridad que estas no son un 20% de la totalidad de cada agrupación, sino de cada uno de los niveles de elección.
Uno de los elementos más importantes de la presente crisis de la democracia, es la acentuada falta de calidad de la participación y de la representación, que se expresa en ese “dominio de los elegidos sobre los electores de los delegados sobre los delegantes, de los mandatarios sobre los mandantes”, de que habla Robert Michel, lo cual pervierte el ideal de representatividad democrática de la militancia en sus partidos y las funciones de las instituciones en que se ejerce el poder: el congreso y los municipios. Y no sólo de éstos sino de las demás instituciones y poderes del Estado. Como dicen Lenk y Newma, “los partidos son los órganos de creación de los demás órganos del Estado”, lo configuran y por tanto, de su funcionamiento y forma de elección de sus representantes en esos órganos dependerá la legitimidad del poder.
Hasta ahora ha sido inevitable que sea a través de los partidos que se configuren los órganos del Estado donde se toman las decisiones políticas fundamentales para el discurrir de un sistema. En ese sentido, la resolución de la JCE constituye un intento de que la escogencia de los representantes en esos órganos se haga en un clima de respeto de los derechos de participación y representación de la militancia partidaria e incluso a quienes no sean militantes de una colectividad. Algunos dicen que la limitación de la discrecionalidad de los partidos en la elaboración de las boletas viola el derecho de sus direcciones a tejer las alianzas que considere pertinentes. No lo viola. Esa resolución sólo trata de impedir que el derecho a esas alianzas no se ejerza en desmedro de los derechos sustantivo y constitucionales de la militancia.
La demanda de que la ley de reserva de candidaturas sea para el 20% del total de estas y no de cada nivel de elección, constituye una burla a la militancia partidaria, una inaceptable argucia para tejer las más antidemocráticas alianzas y confecciones de listas electorales negando todo derecho de la militancia. De permitir esa pretensión asumir, podría darse el caso de que de los 32 senadores que debería ser elegidos, un partido podría reservarse hasta 29 y elegirlos a dedos. Una barbaridad. Los senadores son los legisladores claves en la elección de los órganos fundamentales del Estado. Su poder suele derivarse de la voluntad de unas cúpulas o varias cúpulas partidarias al margen de toda participación o control de la militancia y, claro está, de la sociedad. Esa ausencia de transparencia, esa expresión de autoritarismo y perversión tiende a reflejarse en los órganos que emanen de esa forma de configuración.
Ya lo decía Kelsen “la democracia sin control es, a lo largo, imposible”. Ese control comienza en las instituciones hasta ahora clave para la democracia: el sistema de partidos competitivos, mediante la acción sostenida de sui militancia por sus derechos a la participación y la representación, como también de la sociedad civil en sus diversas formas, organizadas o no. Igualmente, a través de las instituciones del Estado como lo son aquellas que sus respectivos países tienen el mandato formal para regir los procesos electorales. Sin importar el signo o forma del sistema político imperante. La tendencia que se observa en algunos países es que muchos partidos, agrupaciones y hasta mayorías en el poder pretenden legislar o acomodar leyes y reglamentos en base a sus urgencias, sobre todo las de carácter elector.
Son, o pretenden, constituirse en castas monopolizadoras del poder y, por tanto, en verdaderos sepultureros de todo ideal de gobierno sostenido por valores de la democracia. Y en realidad generalmente lo son. Por eso el peor peligro para la democracia lo constituye ese cada vez más numerosos y por momento ruidoso ejército de jóvenes que, estigmatizando los partidos, terminan en desafectos de la democracia, alejándose de todo interés no sólo de la política, sino de todo lo referido a lo colectivo.
La Resolución 13-23 de la Junta Central Electoral (JCE) es solo una campanada que advierte a los partidos que no la aceptan que sin reglas claras el sistema político dominicano trilla el camino a la perdición. Y no solo para estos, lo es para un sistema de partidos en crisis y para una sociedad civil que, a diferencia de otros tiempos, quizás por las presiones y chantajes de sectores políticos y parapolíticos, tiende a reaccionar muy fríamente ante cuestiones que son vitales para el país. Ojalá oigan esa campanada, al igual que aquellas colectividades políticas que sí les interesa la democratización de la práctica política.