Según Aristóteles, como sabemos, el ser humano es un animal político; por tanto, todo lo que haga, incluidas las obras literarias, pictóricas y escultóricas, reflejará su propia naturaleza y contendrá su ideología. Al escritor de imaginación creativa, por mayor que sea la agenda política e ideológica que tenga en mente, el inconsciente terminaría por ganarle la partida. De ahí que los surrealistas tuvieran en mucho a este concepto freudiano, y de ahí, por igual, que haya cobrado mucho interés para su arte el enfoque sicoanalítico de Freud, ciertamente, un teórico a escala universal no muy bien visto por el poder, especialmente por la parte del superego en sus estudios de la personalidad, es decir, por la figura del padre, la del crítico interior y del sentimiento de culpa que de ella se deriva asociada con la imagen del poder. No por nada su obra fue censurada en la Rusia estalinista junto a la de Dostoyevski y otros literatos y artistas.
Marcel Duchamp, pintor y escultor francés, afirmó una vez que en la creación de una obra de arte se produce una tensión entre lo que es el consciente y el inconsciente a la que nombró coeficiente artístico. Por la fuerza irracional e incalculable del inconsciente, en su criterio, este resulta venciendo al consciente en la lucha.
Traemos estas reflexiones a cuento para poder entender el vínculo que se da entre el intelectual y el poder, un tema que, si bien es clásico, adopta nuevos matices en diferentes épocas. El hombre de letras, el pintor y escultor tienen que definirse desde temprano en su relación con el poder. No se puede entablar un vínculo con este gratuitamente; conlleva un precio.
La línea que se establece entre lo que es propaganda pura y simple y lo que es literatura es tenue. Es conocida, a guisa de ejemplo, la defensa que hiciera Dante al imperio romano en contra de la Iglesia, pero esto no resta al hecho de que su Divina Comedia sea la obra maestra de la literatura universal que es. Toda obra refleja su sociedad y sus tiempos, y, en tanto que tal, va a incorporar una parte propagandista o ideológica. Y es inevitable, ya que no existe una literatura que sea, digamos, pura, como lo pretendieron los simbolistas y surrealistas franceses, ajustados al principio estético de su concepto del “arte por el arte”.
En la América Latina del siglo XIX, tiempo de la creación de los estados nacionales, el intelectual jugó un rol fundamental. La condición de caos y zozobra que vivieron nuestros países, sacudidos por fuertes períodos de reformas, los llevó a ver en la Ilustración Francesa, la teoría del origen de las especies y la selección natural de Darwin y el positivismo de Compte y de Spencer los fundamentos ideológicos con los que proyectaron civilizar a sus países. Tal es la razón del racismo y el biologismo social que se desprenden de varias de sus obras. Como es muy bien sabido, es de esa época la publicación de Ariel (1900) de Rodó, cuya identificación de nuestros intelectuales arielistas con esta obra no les impidió tener, por tanto, la visión elitista de la sociedad dominicana en que vivieron.
En la República Dominicana, inspirada en la tesis idealista desarrollada en la obra de Rodó, surgirá la tradición filosófica del llamado pesimismo dominicano, la cual creyó inviable el concepto de la nación dominicana basado en una tesis racista, la de la presunta inferioridad del dominicano, vista su condición pluriétnica y multicultural. Una parte de los intelectuales que conformaba pareja tradición resistió los primeros tiempos la tiranía de Trujillo, a quien no consideraron de su clase por su origen pequeñoburgués. Empero, pronto resultó claudicando a la dictadura al darse cuenta de que su proyecto habría sido irrealizable en un régimen de fuerza como ese.
Desde antes de la misma fundación de nuestro país y poco tiempo después, con la creación de la Filantrópica, se libró una lucha entre lo que fue el intelectual en las personas de los Trinitarios y el poder, representado por Santana y los conservadores, primero, y por Báez después. Es lamentable tener que admitir que la de la República Dominicana es una historia dolorosa en la que por lo general el poder con sus armas ha terminado venciendo al intelecto: Santana a Duarte, Lilís a Espaillat y Bonó, Mon Cáceres a Santiago Guzmán Espaillat, Trujillo a Américo Lugo y Balaguer a Bosch.
Mientras hubo ensayistas que promovieron activamente agendas políticas e ideológicas en respaldo a regímenes totalitarios con las que intentaron influir y dirigir el significado de sus obras, de manera consciente, no así aconteció con escritores de ficción creativa que compartieron con ellos parejo oficio; algo similar pasó con un pintor y muralista como Vela Zanetti como veremos más adelante. No importa que los tres últimos grupos hayan estado alineados con dictadores. Un estudio serio y detenido de sus obras revela una lucha interior consigo mismos que alcanza niveles dignos de un estudio sicológico. Es justamente lo que sucede en el caso de Julio González Herrera en su novela Trementina, clerén y bongó (1943), a quien acusaron de loco para recluirlo en el hospital de Nigua y no perder el pellejo en la Era; a Ramón Marrero Aristy en Over (1939) y sus inequívocos atisbos antitrujillistas y a Tomás Hernández Franco en Cibao: narraciones cortas (1951) y su rechazo velado a Trujillo.
Un poeta como Franklin Mieses Burgos en sus poemas escénicos La ciudad inefable (1949) y El héroe (1954), un dramaturgo como Franklin Domínguez en Espigas maduras (1957) y La espera (1959), lo mismo los novelistas del ciclo de las “novelas bíblicas” tales como Ramón Emilio Reyes, en El testimonio (1961), Marcio Veloz Maggiolo, en Judas-El buen ladrón (1962), y Carlos Esteban Deive, en Magdalena (1964), escudados en el uso de metáforas, símbolos e imágenes varios, se dedican a comunicarle al dominicano bajo Trujillo el mensaje que consiste en la urgente necesidad de deshacerse del oprobio que significó el más severo régimen dictatorial que vivió el país en toda su historia. En el caso específico de los pintores, salta a la vista Zanetti con sus murales en Santo Domingo, Santiago, Barahona, Higüey y en casas de Trujillo y sus parientes, que si bien canta en ellos a la presunta grandeza de la Era, algunos personajes en algunas de sus obras dejan filtrar, si se quiere, signos de tensión, tristeza, pesadumbre y de escasa vida interior. A propósito, en aquel entonces se produjo un desencuentro entre Trujillo y Zanetti en Santiago que ilustra la delicada relación entre los intelectuales y el poder. Se trata del denominado “El mural de la discordia” en el que el pintor y muralista español mostraba a un esclavo de espaldas cuyas cadenas yacían rotas en el aire, con el que simbolizaba la liberación de la deuda externa del país. Trujillo rechazó por un mal entendido este mural, entre un conjunto de dieciocho destinados a ensalzar el otrora “Monumento a la Paz de Trujillo”, ahora Monumento a los Héroes de la Restauración. Siguiendo una línea similar, respecto al supuesto bienestar bajo el régimen, la novela Jengibre (1940) de Pedro A. (Corpito) Pérez Cabral, cuestiona precisamente este punto.
Está en la misma condición del poder tender a centralizar e instrumentalizarlo todo. Muchos intelectuales quedan atrapados en esa coartada. No pocos encuentran la muerte, como la experimentaron en regímenes de fuerza en el pasado. En el caso dominicano bajo Trujillo, saltan a la vista Jesús de Galíndez, Marrero Aristy, José Almoina y Andrés Requena. Unos sufren prisión y terminan muriendo en ella antes que claudicar al dictador; otros toman el camino del exilio, como fue el caso de Juan Bosch, Pedro Mir, Juan Isidro Jimenes Grullón, y así sucesivamente. Otro, como Américo Lugo, prefirió perder su casa hipotecada y no arrodillarse al más grande de nuestros tiranos. Su ejemplo de dignidad y la verticalidad de sus principios ante Trujillo son equiparables a la posición que tomó Unamuno en España frente a Franco, como se ilustra en el incidente que tuvo el escritor y filósofo ante el mutilado de guerra José Millán-Astray, general incondicional del dictador español. Unamuno estuvo a punto de caer asesinado por las falanges del inválido general, librado de peligro por su amiga Carmen Polo, esposa del tirano, en la universidad de Salamanca.
En la Rusia estalinista es ampliamente conocido el caso de los suicidios de Mayakovski y Esenin, la humillación pública que sufrió Boris Pasternak por sus cuestionamientos a los métodos de la dictadura y el “grito oculto” con que el poeta Evgueni Evtushenko denunció en el decenio de los años sesenta el estatismo asfixiante del dictador Stalin. Y así, muchos países tuvieron en el pasado sus intelectuales mártires y los orgánicos que sirvieron de soporte a los dictadores.
Frente al poder no caben medias tintas ni espacios grises. Para Octavio Paz en su obra El ogro filantrópico (1979), el filósofo (intelectual) en su interacción con dicha entidad solo tiene dos caminos: o hacer las veces de tiranuelo ilustrado o morir en el patíbulo. (Véase Paz, 324) Del primer grupo de “tiranuelos ilustrados” vienen a la mente, entre otros escritores, Peña Batlle, Balaguer, Damirón y Troncoso de la Concha; del segundo grupo, figuran Galíndez, Marrero Aristy, Almoina y Requena.
En términos generales, casi siempre será un tanto incómoda la relación que se establezca entre el intelectual liberal y el poder, máxime si este es totalitario. Pensamos que no es de sabios danzar con una fiera al borde de un precipicio, por ejemplo. Cualquier desliz puede significar llevarse el más alto de los precios. Se destaca en el tiempo el grave error y la posterior muerte de Marrero Aristy cuando denunció la explotación de los campesinos cafetaleros en la Era de Trujillo, al perder de vista que el negocio del café era uno de los grandes monopolios del tirano.
En un tono irónico y ganado por el pesimismo en los albores del siglo pasado, Cestero sentenciará en su novela La sangre (1914) que en la República Dominicana no vale ser intelectual. “Hay que hacerse general”, nos dice. O sea, hay que hacerse político y empresario, que es la condición en la que ha evolucionado el calificativo en nuestros días. Más aún: el novelista caricaturiza la función del letrado a quien irónicamente llama “secretario de los macheteros”. No en balde Trujillo, si bien intuyó desde temprano el valor del hombre de letras para justificar su régimen, no dejó de verlo como iluso, o dicho con más precisión, en el argot dominicano, como pendejo. Abundan las historias de cómo llegó a utilizarlo vulgarmente y a humillarlo lo mismo en público que en privado. A decir verdad, esta visión no ha variado gran cosa en el concepto que de ellos tiene el hombre del poder en el país actualmente. El intelectual dominicano, cuando no trabaja como asalariado para los diferentes gobiernos, trabaja para los empresarios. En cambio, el que es genuino, por su rareza, no traiciona sus principios; a diferencia de los impostores y simuladores –que esos sí proliferan en el medio–, hace vida independiente, pero a qué precio.
Ya el poder no necesita de los intelectuales para legitimarse en la misma medida en que lo hacía a finales del siglo XIX e inicios del XX. La fuerte base económica que han creado los grupos políticos, sin apreciables diferencias ya en sus presupuestos ideológicos, gestión gubernamental tras gestión gubernamental, los ha llevado a prescindir en gran parte de los servicios que les brindaban los hombres de letras, los pintores y escultores para llegar y mantenerse en el poder. Tal es la razón del porqué hayan desaparecido las revistas y suplementos culturales de los diarios, y su espacio haya sido ampliamente ocupado por el deporte y la farándula, incluyendo, por supuesto dentro de esta, el vedetismo literario en que ha degenerado en gran parte la literatura y cultura dominicanas de los últimos tiempos.
En nuestros días, Noam Chomsky, el lingüista, escritor y filósofo estadounidense ha devenido en un emblema vivo del intelectual que nunca ha pactado con el poder; antes bien, con su sólida imagen de autoridad moral que le han dado sus grandes trabajos de investigación científica y su activismo político, se identifica y defiende permanentemente los intereses fundamentales de la humanidad. Al nunca haber sido asimilado por el poder, vistos sus altos valores y principios humanistas, ha terminado marginado del brillo cesáreo y de las principales esferas del poder en el mundo, si bien se ha vuelto un apologista de la cultura woke.
En resumen, la relación entre literatura, arte y poder es compleja y digna de atención. En este ensayo hemos hablado de cómo escritores y artistas, consciente o inconscientemente, reflejan en sus obras las ideologías y estructuras de poder de sus sociedades. Desde el papel del intelectual como crítico hasta el arte como forma de resistencia, la creatividad puede desafiar semejantes entidades. En un escenario polarizado y controlado por intereses políticos y económicos como el actual, es esencial seguir explorando estas cuestiones y buscar nuevas formas de entender y abordar el poder en la sociedad actual.