El año 1996 debió significar, sino una ruptura, una disrupción, una renovación iconoclasta en el manejo del poder y de su grado de institucionalidad. Hubo, por así decirlo, una inercia de reformas en el hacer, quedándonos en una tautología en doble dimensión desgarradora: una nueva generación que no respondió a las expectativas que habían alrededor de ellos y la falta de construcción de un estado de derecho, y con ello la mitigación y desaparición de la acumulación originaria de capital. Lejos de ello adoptaron una nueva forma de dominación y hegemonía política que trajo consigo corrupción estructural, sistémica e institucional, correlacionada con el clientelismo más destemplado en todo el tejido social, en todos los estratos sociales. Exacción al estado de manera demencial.

Visto el ejercicio del poder de los incumbentes en el solio presidencial desde 1996 al 2020, cualquier apologista de Joaquín Balaguer, un “Balaguerólogo”, pudiese reivindicarlo a la luz de lo que hemos señalado. Balaguer ejerció un liderazgo transaccional-transformacional y, personalmente, no utilizó el ejercicio del poder para corromperse ni hizo del estado, un estado neopatrimonialista. Los desafíos de la historia, de las demandas cardinales de la época no fueron asumidos ni por Leonel ni Hipólito ni Danilo.

La clase política, sintetizada en esos tres presidentes, no solo que no asumieron los desafíos de los contextos, de las situaciones socio-históricas que se demandaban desde el plano de la superestructura desde la dimensión institucional, sino que se quedó en la transformación lenta en el plano económico, creando una fisonomía material significativa. La esperanza de vida que era de 50 años en los 70 del siglo pasado, paso a 72 en los hombres y a 78 en las mujeres. Obviamente, tenemos que ver países como Costa Rica, Uruguay, Chile, Panamá, que nos superan en ese indicador social.

El grado de la base económica no guarda relación con los avances en los indicadores sociales, de la pobreza, de la desigualdad, de la inversión en el gasto en salud, en la protección social, en el aumento del mercado laboral informal. En la exclusión de la mujer en el trabajo y la discriminación salarial y en la mejoría necesaria en la calidad del capital humano. Los cuadros siguientes apuntan a objetivizar lo que acabamos de señalar precedentemente, para tratar de graficar cómo la clase política en el intervalo de 24 años, desde 1996 hasta 2020, no asumió de manera consecuente los retos primordiales de esta sociedad; truncada y lacerada por una elite política que en la mayoría de los casos era, como decía Max Weber, “viven de la política” no “para la política”.

Si nos preguntaran por qué no analiza al presidente Luis Rodolfo Abinader Corona, respondería de manera ponderada:

  1. Llegó al poder en agosto de 2020 con la COVID-19 que generó la crisis más espantosa en el mundo, que provocó que el PIB cayera en 6.6% y generó un déficit para ese año de RD$340,000 millones, equivalente al 7.7% del PIB. El país estuvo cerrado hasta bien entrado el 2021, cuando se eliminó el toque de queda. La COVID-19 sigue, empero, sin sus daños tan profundos.
  2. La guerra de Rusia-Ucrania están ahí, con todos los problemas que ha producido en el mundo. El Foro Económico Mundial ha dictaminado que estamos en presencia de un mundo en poli crisis, y el Fondo Monetario Internacional ha creado un Índice de Incertidumbre Mundial, donde señalan que en los últimos 60 años estamos en la peor inestabilidad.

Tres años administrando crisis que, de seguro, lo llevaron a rearticular el programa de gobierno 2020-2024. Sin embargo, justo es decirlo como profesional, como sociólogo, hasta hoy, en el ejercicio del poder, ha sido el gobernante más decente que hemos tenido desde 1996. El gobernante que, por primera vez, logra su mayor legitimidad en base a la asunción del desafío que la sociedad reclamaba: la lucha contra la corrupción y la impunidad. Lo que está haciendo el Ministerio Público mucho de nosotros lo añorábamos, pero no pensábamos en el grueso del calado.

Abinader sometió trece proyectos de reformas al Centro Económico y Social (CES). Es claro que combina un liderazgo horizontal, transaccional y transformacional. El tiempo es todavía corto, empero, habría que decir, como nos explica Moisés Naim en su libro El Fin del Poder “El poder es la capacidad de dirigir o impedir las acciones actuales o futuras de otros grupos e individuos. O, dicho de otra forma, el poder es aquello con lo que logramos que otros tengan conductas que, de otro modo, no habrían adoptado”.

Como colofón llamamos a Francis Fukuyama, quien en su libro La Construcción del Estado nos dice “La labor de la política moderna ha consistido en domar el poder del Estado, orientar su actividad hacia propósitos considerados legítimos por las personas a las que sirve y regular el ejercicio del poder con el Estado de derecho”. Ese es el desafío medular que ha de tener el actual presidente. Es una transición fluida que desde ya augura un punto sin retorno.

¡Retroceder significaría una quiebra cuasi institucional desde la óptica de la creación positiva y desde la inercia del pasado en lo institucional y estructural!