No sería posible situarse hoy ante la obra poética de León Félix Batista (1964) más que en ejercicio crítico de libertad y exigencia. Por lo que a la exigencia se refiere, nace la obra de León Félix Batista de tan estricta y visible raíz de exigencia que no podría ser rectamente juzgada sin ella. Su obra literaria es testimonio de esa reflexión poética, existencial y metafísica cuyo eje es el devenir, la transitoriedad y la fragilidad de la vida.
En su más reciente obra “Poema con fines de humo” (Editora Nacional, 2022), Premio Anual de Poesía Salomé Ureña de Henríquez 2021, el poeta crea un espacio que busca otro espacio que lo redima de la muerte.
Paradójica situación la del poeta, pues solo a partir de la conciencia de la muerte, de ceñirse a lo inevitable, es posible que su voz se alce con el canto, que dé con el tono que encante a los hombres y al mundo. Es por ello por lo que el carpe diem, en el lugar de la ramplona exaltación hedonista, es sobre todo una poética, un anhelo de la forma vivaz e imperecedera en un mundo destinado al fracaso, a la constante desintegración.
Renacimiento, porque el mundo muere a cada instante y a cada instante renace. Pero este acontecimiento es soslayado por una mirada que intenta aplanar una topografía irregular, terrible y hermosa, inocente y trágica. La homogeneidad es una evasión que sirve de amparo y de consuelo; puebla de lugares comunes la vasta extensión de lo real, y desde ese refugio, desde esa óptica vanamente domesticadora, el poeta se siente fuera de peligro.
Aquí hay determinadas expresiones que reflejan el malestar que siente quien no sabe bien a qué atenerse ante esa desorbitante realidad. Multiplicar los registros no es cómodo para los que confunden el rigor intelectual con la frigidez expresiva. Decir de algo que es una facom de parler, mera retórica, pura convención, es una manera de alejarse de la obra de León Félix Batista.
Así, dentro del orden regular y predecible, dominado por un hacer inconsciente, pero mensurable, la muerte no es otra cosa que el mero cese de actividad. Así, tal cual, de pobre. Esta es la real mendicidad: ser incapaces de vivir desde nuestra originaria condición, desde la agonía que nos sustenta, que nos da rostro, humano, y memoria.
“como ser o acontecer / progresivamente a polvo / intervalo en que transcurre lo irreal
yo ya no pienso más: jaque mate de la mente / para zafar la psique de su entorno
uno debe demolerse cada día / subproducto saturado de sí mismo”
Este libro es una puesta en escena de la desposesión. Quien habla de palabras habla del vacío que lo lleva. Ser poeta es ser expuesto, es estar ubicado en el lugar donde no hay lugar, en el vacío que suena. Quien escribe, ama una trama verbal donde el fulgor de la vida permanezca y resuenan los ecos de las cosas perdidas. Fulgor y eco, imagen y ritmo, figuras y sonidos, muestran sus perfiles cuando son percibidos desde ese punto cero que recibe al mundo con asombro; como si se tratara de rescatarlo a partir de una óptica más desamparada, más limpia de prejuicios y de juicios, para así poder captar esa sonoridad en fuga, apenas decible, que deja su leve huella en el cuerpo psíquico de quien, finalizada toda autonomía, se ha convertido en instrumento.
“pellejo suelto / embrión prensado / pies de plomo en mi extravío: / prototipo psicofísico de cuerpo discapaz / en su estación etílica
“seré inmortal regurgitando el tedio / armando con resina la fijeza / de mi despojo pánico”
Más que la invención, la poesía de León Félix Batista es el arte del renacimiento. Aquel lejano sabor de cosa viva que adviene intacto en la palabra poética, a manera de inexplicable y gozoso ramalazo, de redondez que asusta y enamora, de voluminosidad perfecta, hunde sus manos en aguas cuya oscuridad proviene del reino de los muertos, y sin cuyo trato, sin esa densidad goteante, la poesía adolecería de lo que ha fundamentado su existir, y quizás sería capaz de dar cuenta de su invicta permanencia: la animación de lo real (fecundación del alma, ánima y soplo, aire que palpita), de lo real imaginario que a su vez rescata a la vida entumecida y la pone a vibrar, lejos ya de la costumbre, en el lujo del ser; cuando cesa la opacidad cotidiana y una pulpa nueva deja atrás todo vestigio de cenizas.
“¿en qué escenario / de la existencia cero / galopar contrarreloj / salté contra punzones?
como piedra: mole nula / sin la luz alucinógena / de atractores de detrito
¡tantas horas que disuelven / la faena de los hombres / pese a su permanecer de madreselva!”
Escepticismo, ironía, distancia. No cree en mucho, al parecer, pero sentencia desde la observación escatológica (éskhatos, último, relativo a los muertos), desde una mirada estrábica, siempre con un ojo en el submundo, y con el otro hace del mundo una metálica proliferación de situaciones que no deben dejar pasar. Su contención golpea y es intenso su despliegue de refractantes identidades, las que traman su razonado delirio.
Así pues, en León Félix Batista, este “tenerse a sí mismo” que permite una primera aproximación al concepto de intimidad en general no significa sustento firme ni rigidez inflexible o inamovible sino que, al contrario, designa una decadencia esencial.
El “sí mismo” del “tenerse a sí mismo” no es “otro yo” secreto u oculto que estuviera contenido en el interior de cada uno de nosotros; no es tampoco un Tú al que cada uno pudiera interpelar y del que pudiese esperar una respuesta (de ahí la miseria y la mendacidad de toda la imaginería del “hablar consigo mismo”, “ponerse de acuerdo consigo mismo”, etc.): no es absolutamente nadie. Y, por paradójico que pueda parecer, eso –el no ser absolutamente nadie, y por tanto, el no tener absolutamente nada– es mi modo de pertenencia al ser, mi no de ser (yo).
Una vez establecido esto, hemos de considerar el cuerpo vivo del poeta como una especie de centro desde donde se refleja, sobre los objetos en torno, la acción que dichos objetos ejercen sobre él: en esa reflexión consiste la percepción que León Félix Batista asume como poética del deterioro. Pero este centro no es un punto matemático: es un cuerpo, expuesto, como todos los cuerpos de la naturaleza, a la acción de las causas exteriores que amenazan con disgregarlo. Acabamos de ver que resiste a la influencia de estas causas. No se limita a reflejar la acción del exterior; lucha, y así, absorbe algo de esa acción o accidente. Ahí estaría la fuente de la afección. Se podría decir, pues, metafóricamente, que si la percepción mide el poder reflector del cuerpo, la afección mide su poder de absorber.
Añicos y pulsaciones, restos e intensidad, polvo pensante que se reparte en diminutas porosidades, en trozos, en pedazos, en pólipos. Cada voz, cada palabra, inscribe su distancia por arte refinado del combate. Esta poesía, esta jauría, nacida desde la violencia a la que cabal y psíquicamente expresa, sabe más y sabe menos de lo que se propone, pero está allí, con la extraviada precipitación de los vocablos, con la dislocada paciencia para astillar el rompecabezas, para minuciosamente construir un festín residual, y preciso. Y es consistente el poeta León Félix Batista: le encanta la interrogación que hace con su presencia una figura filosa, aguda, punzante.