En el artículo anterior explicaba un primer escenario en que el único objetivo del país fuera la sostenibilidad de la deuda y quisiera parar su crecimiento, al tiempo de destinar la carga tributaria que ya tiene a prestar servicios e infraestructura a la población. En este caso, la reforma tributaria propuesta tendría que rendir lo que se gasta en intereses (fiscal y cuasifiscal), que este año suma alrededor del 5.5% del PIB.

Como no se tienen experiencias en el país de reformas de ese nivel, un segundo escenario sería que la reforma no persiguiera parar el endeudamiento, sino solo bajar el coeficiente de deuda como proporción del PIB, propósito explícito en la recién aprobada ley de responsabilidad fiscal.

En este caso, no se trata de eliminar el déficit global del gobierno ni de aumentar el gasto primario en bienes públicos, sino de generar un balance primario positivo, es decir, que los ingresos corrientes superen a los gastos antes del pago de los intereses. La trayectoria de la deuda, en relación al PIB, sería a la baja.

Por eso en la ley aprobada el gasto público real no podría crecer más de tres por ciento en un año a menos que se presenten condiciones extraordinarias. Como históricamente el PIB dominicano ha crecido más de 3% anual, eso significa un coeficiente decreciente de gasto primario hasta lograr que la deuda baje al 40% del PIB en una década.

O mejor dicho, el gasto primario no tendría que bajar, siempre que suban los ingresos. Y eso podría lograrse con una reforma fiscal de entre dos y tres por ciento del PIB.

Naturalmente, junto a ello, e independientemente de ello, el gobierno está conminado a introducir cambios sustantivos en el gasto público para dotarlo de mayor racionalidad y eficiencia. Ya es tiempo de desmontar algunos subsidios que se justificaban por la crisis pandémica; en particular, las decisiones que haya que tomar para enfrentar el agujero eléctrico hay que tomarlas por muy políticamente inquietantes que resulten.

Esto permitiría avanzar hasta conseguir grado de inversión, con lo cual se aspira a reducir los costos de la deuda y mejorar el entorno para las inversiones. Aunque el diferencial de la deuda pública del país ha bajado con respecto a la de los Estados Unidos, es incomprensible que la República Dominicana, con todos sus éxitos macroeconómicos sostenidos por décadas, no haya logrado convencer a los mercados financieros de que su deuda y su ambiente de inversión merezca un tratamiento similar o mejor que otros de la región que no exhiben tales números. Solo por su baja carga tributaria y su persistente déficit.

Conociendo la resistencia al cambio que impera en la sociedad dominicana, el poder que tienen los ricos y la sensibilidad del presidente frente a los reclamos de los sectores poderosos que estarían llamados a pagar los impuestos, parece difícil que se pueda aspirar a una reforma fiscal significativamente mayor a lo que se espera para tal objetivo.

Sería una gran cosa en términos de garantía de estabilidad y confianza del mercado internacional de capitales. Pero es importante que se entienda que eso sería un simple parche frente a los problemas fiscales dominicanos. Para ello no se requiere ningún pacto fiscal como lo establecido la Estrategia Nacional de Desarrollo, y significaría posponer las verdaderas soluciones, hasta otro momento que nadie sabe cuándo podría ser más propicio.

Así, el presidente Abinader tendría que estar consciente que eso casi implica renunciar a muchas de las ambiciosas reformas que ha prometido, pues si algo demandarán los requerimientos de nuevas inversiones en infraestructura, las reformas de la seguridad social, de la salud pública, de la policía y del sector agua es muchos recursos públicos. Nada de eso se consigue con dos puntos del PIB de ingresos fiscales adicionales.

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