El mundo que habitamos cada vez se muestra más violento. En las Américas, en Asia, en Europa y en África, los hechos violentos son habituales. Se han convertido en acciones cotidianas que parecen imparables. Pero estos hechos no son espontáneos. En la base de estos, están los Estados que viven de la comercialización de las armas; también están las empresas transnacionales del crimen organizado y del narcotráfico. En varios de los continentes nombrados, la raíz de la violencia descansa más en la inequidad estructural. Haití y la República Dominicana, aunque con intensidad y modalidades diferentes, están abrumados por hechos de violencia. Ambos países sufren problemas estructurales de largo alcance. Si la equidad se convierte en quimera para la mayoría de las personas, la violencia brota y se expande. En nuestro país, la violencia tiene raíces profundas, por ello es un mal difícil de encauzar, pero es posible hacerlo.  Para avanzar en la reducción de la violencia se necesita voluntad política. Esto implica decisiones que le den un vuelco de trescientos sesenta grados a la desigualdad económica, política y socioeducativa. Si la mayoría de los ciudadanos contaran con condiciones de vida digna, la violencia se reduciría al mínimo. Sucede lo contrario; por tanto, tenemos que padecer el impacto de un nivel alto de violencia. Al nivel, hay que agregarle la diversificación de la violencia.

La violencia social, familiar y escolar tienen las mismas raíces, se intercomunican. Esta realidad nos indica que lo que sucede en cada uno de los ámbitos señalados, no es fortuito. Responde a situaciones históricamente gestadas y sostenidas. El país se siente desbordado al observar el incremento progresivo de muertes por la violencia de género. Se siente impotente, al constatar cómo se expanden las acciones y las relaciones violentas en el seno de la escuela. De igual manera, se estremece al afrontar una violencia que se convierte en cultura depredadora de la vida humana. Para producir cambios sustantivos, hay que afectar el déficit de equidad que caracteriza a la sociedad dominicana. Se pueden poner en acción muchos planes y programas que son medidas paliativas, que no cambian nada. Es recomendable enfocarse en proyectos que reorganicen a fondo la sociedad. Esta reorganización debe implicar la puesta en ejecución de políticas con efectos de largo alcance y con incidencia de carácter estructural. No es justificable que un país considerado en la región como el primero en el plano macroeconómico, exhiba un desarrollo humano, educativo y social tan desigual. Mientras persista esta situación, tendremos violencia al por mayor y al detalle. Un sistema socioeconómico y político fundamentado en la desigualdad es violento con mayúsculas. Este se reproduce de forma progresiva. Espacios idóneos para ello, la familia y la escuela.

Los hechos de violencia y de abuso ocurridos en la escuela en los últimos meses desafían a la sociedad y al sector educativo. La escuela recibe el impacto de lo que ocurre en la organización social. Es necesario que el Ministerio de Educación y las organizaciones que trabajan y aportan para la mejora del sistema educativo dominicano busquen alternativas que al menos atenúen el problema. Urge entrar al corazón de la escuela dominicana para devolverle la mística y la vida que requiere el país. Hagamos lo posible por extraer todo lo bueno que podamos encontrar en ella y reimpulsemos una pedagogía transformadora. Ante todo, fortalezcamos a los docentes que tienen una vocación lúcida y determinante. Aportemos estrategias para reconvertir los ambientes tóxicos en espacios marcados por la alegría y el deseo permanente de aprender. Inundemos la escuela de nuevas formas de enseñar y de construir conocimiento. Exploremos la espiritualidad de la comunidad educativa, para potenciar su capacidad de vivir, con hondura educativa, cada minuto, cada segundo. Acerquémonos a la escuela, para ayudarla, para cualificarla. Es tiempo  de aportar. No hay tiempo ni espacio para lamentar.  Vayamos en pos de una escuela viva.