De nuevo celebramos uno de los acontecimientos más grandiosos de la historia de la humanidad, la Resurrección de Jesús. Buscamos signos de la Resurrección en hechos heroicos equiparables a los que inscribe Guinness. La Resurrección no tiene nada que ver con espectáculos comercializados, tampoco con los humos y los ruidos estridentes de las fiestas de este siglo. Está fuera de los sucesos que las redes sociales explotan para adherirlos a sus lógicas, estilos y estrategias, marcadas por un mercado insaciable y voraz. Con ello no planteamos que la Resurrección se ha quedado sin fuerza interna para hablarles a los hombres y a las mujeres de hoy. Tiene una fuerza que seduce y equilibra.
La explosión informativa y visual propia de este siglo hace que estemos hiperinformados. El contenido de esta sobredosis de información es de aquello que moviliza las emociones, de lo que provoca la repetición neurótica; y, especialmente, de lo que facilita la exteriorización de todo. Por ello ya no es perceptible la diferencia, tampoco la distancia, entre la intimidad y la exterioridad. Pero, la Resurrección no participa de las nuevas cualidades que adornan a la exhibición, que caracterizan el desnudo de la vida de las personas, de las instituciones y de la sociedad. Su impronta es todo lo contrario, la solidaridad, la alegría integral y la vida abundante para todos.
La vida cotidiana tiene una riqueza sin igual. Descubrir esta riqueza se hace cada vez más difícil, pero no imposible. La dificultad estriba en que tendemos a subrayar aquello que hiere, que no funciona y, sobre todo, aquello que alimenta el escándalo y la estridencia. Hace falta una educación que nos enseñe a auscultar la cotidianidad con mirada profunda y límpida. Así, podremos encontrar hechos, signos y realidades que nos muestran, de forma natural y sencilla, la fuerza y la fecundidad de la resurrección. Esto es posible en el itinerario que vamos diseñando en la vida diaria. La Resurrección no se agota en las oraciones litúrgicas; en las actividades de las religiones; se vive, se palpa, en lo más sencillo de la cotidianidad.
Hemos de aprender a identificar los hechos de la Resurrección en el día a día. Al hacerlo así, fortalecemos la capacidad de contemplación; convertimos la vida cotidiana es una línea temporal marcada por la luminosidad y la pacificación interna y externa que ofrece la savia de la Resurrección. Así, podemos valorar y celebrar el trabajo humilde e invaluable de los bomberos. Estos lo arriesgan todo para salvar vidas y, por ello, afrontan con arrojo el fuego, la furia de los huracanes, la rebelión de las inundaciones y, aún más, la violencia del fondo del mar. Nadie en nuestro país puede decir que realizan estas acciones con el respaldo de un salario decente. Lo hacen con una colaboración económica que indigna.
La labor de los socorristas de la Defensa Civil es también un signo de la Resurrección. Los mueve la solidaridad, el deseo vehemente de ayudar a los que están en situaciones de dificultad; a los que están en un estado grave de indefensión. Son miles; y pierden la vida, también, en una tarea gratuita, pero gratificante para ellos y para la sociedad. Ahí está presente la generosidad, el reconocimiento de la alteridad. Se hace realidad la donación que confronta la mercantilización de la vida y de las relaciones. Adquiere sentido el servicio a favor de los que necesitan nuestras fuerzas y nuestra inteligencia. Los socorristas nos dan una lección para que aprendamos a dar sin intereses, ni trueques.
Es un imperativo destacar entre señales de la Resurrección la tarea depreciada y no reconocida de las enfermeras, de los que apoyan los servicios sanitarios, particularmente en las áreas de emergencias. No hay descanso, no hay tiempo para respirar; es incontable el número de los que llegan con la esperanza de apoyo y consuelo. El día y la noche del área de emergencia no tiene comparación con sosiego y espera. He ahí un símbolo del compromiso de la Resurrección: darse para que el otro viva, para que recupere su salud, aunque la suya esté negada por el salario que percibe. Negada, además, por el trato que recibe de patronos y de los gobiernos, de los familiares y de la sociedad.
Las enfermeras, que todavía luchan por un salario digno y una jubilación que se aproxime a lo deseable, son signos de la Resurrección y, por ello, le aportan otro sentido a la profesión y a la vida cotidiana. El impacto de su labor es palpable y hasta interpela en una sociedad en la que la corrupción y el tráfico de influencia dilapidan millones, compran los poderes del Estado y se pasean por el territorio nacional como los ángeles del paraíso. Pero, verdaderos símbolos de la Resurrección son los que de noche y de día recogen la basura sin la mitad de un guante que proteja por lo menos una mano. Es un trabajo de alto riesgo por los contaminantes que lleva la basura consigo.
El Aleluya de la Resurrección tenemos que buscarlo en estos signos, además de todo lo que podamos encontrar en himnos, salmos y ceremonias de alabanzas y de oración. La Resurrección nos invita a celebrar lo bello y lo laudable que se produce en nuestro entorno y que se impulsa desde lo pequeño. La vida cotidiana es algo más que los conflictos sociales, políticos y domésticos. Es una síntesis de hechos sencillos que nos introducen en un proceso de aprendizaje permanente. La Resurrección nos invita a buscar en un hecho imperceptible aquello que lo convierte en un principio transformador de la práctica, de las actitudes y de las relaciones. La Resurrección nos motiva a ver y a vivir la cotidianidad con el espíritu y la sabiduría que brotan de ella misma.