Fuera de las cuestiones estructurales (empleo y salarios), el principal enemigo de la población pobre es la baja carga tributaria, ya que la limitación que tiene el fisco para proveer bienes y servicios a los pobres y la ciudadanía en general restringe su capacidad para lograr un mayor impacto en términos distributivos. Los programas de gastos públicos suelen ser progresivos por naturaleza.
En las décadas intermedias del siglo pasado las sociedades europeas avanzaron muchísimo creando sistemas tributarios relativamente progresivos. Avances considerables también hubo en EUA y los países asiáticos desarrollados.
La indicada orientación de la política fiscal ayudó al gran progreso en materia social (Estado del Bienestar) que lograron dichos países; pero el aporte fundamental hacia sociedades más justas no vino tanto de que los impuestos fueran progresivos, sino del hecho de cobrar muchos impuestos, alcanzar cargas tributarias elevadas, porque eso les permitió sustentar sistemas funcionales, amplios y efectivos de seguridad social, educación, salud, saneamiento, seguridad ciudadana, deportes, viviendas, parques, universidades, etc., que favorecieron enormemente a los pobres en comparación con sus condiciones de vida anteriores.
Las políticas de bienestar social comenzaron a ser desmontadas con la contrarrevolución neoliberal que promovieron Reagan, Thatcher, Juan Pablo II y Pinochet, siendo un factor determinante de que el capitalismo se haya hecho más injusto, conducente a muchos de los problemas que vivimos hoy en día.
En América Latina la experiencia hacia sistemas tributarios basados en impuestos directos, basados en la progresividad, ha sido casi un fracaso, pues ha resultado en extremo difícil hacerlos efectivos, debido a que los tributos que gravan la propiedad y los ingresos son más difíciles de cobrar y nuestras instituciones (congresos, justicia, administraciones tributarias, etc.) son más débiles y maleables por los sectores de poder, tanto en los mecanismos de formulación como de aprobación y aplicación.
Pese a la insatisfacción mundial con el curso de la economía, en todas partes persisten, y más ahora, sectores que se empecinan en destruir lo poco que queda de políticas de bienestar social. En el tiempo que nos ha tocado vivir, fuera de quitar progresividad a los impuestos, la preocupación fundamental de los sectores de ultraderecha ha sido y es bajar los impuestos, reducir carga fiscal, porque eso obliga a restringir gastos, que son el medio efectivo de redistribuir el ingreso.
Es preocupante que, teniendo la República Dominicana una de las más bajas cargas fiscales del mundo, haya gente acariciando la idea de que en una eventual reforma, se comience por bajar los impuestos. Excluyendo la seguridad social, el coeficiente de tributación nuestro es 14%, el promedio latinoamericano es 23 %, en los países de la OCDE de 34 %. Reconozco que las propuestas de bajar impuestos son atractivas, agradables al oído, pero hay límites a los que no vale la pena acercarse. Lo que necesitan los países de América Latina son Estados más fuertes, no desmantelar el precario Estado que tenemos, como ha ocurrido en Haití.
Siempre podrá argumentarse que la baja carga tributaria del país se debe exclusivamente a la evasión y la elusión, las cuales son facilitadas por la multiplicidad de exenciones y exoneraciones, y que los impuestos son altos. Pero no es cierto, aunque es de reconocer que tampoco son particularmente bajos.
La tasa del impuesto sobre la renta de las personas es 45% promedio en los países de la Unión Europea y 34% en América Latina. De modo que un 25% en la República Dominicana no es exagerado. En el caso del ITBIS en la región hay tasas de hasta 22%, aunque el 18% nuestro está dentro del promedio regional.
A lo más, podría decirse que hay muchos impuestos, o que la formas de cobrarlos son odiosas o engorrosas, como la obligación del anticipo o las frecuentes declaraciones. Pero altos no son.
Como el gobierno que salga de las urnas en mayo próximo va a necesitar ingentes recursos adicionales, bien vale que tenga cuidado al escuchar contos de sirenas que prometen maravillas con menos impuestos o persistentes exoneraciones.
Muchas veces se incurre en el error de creer que el motivo básico de una eventual reforma fiscal es corregir el déficit y bajar la deuda. Si bien esa es una condición, la motivación básica tiene que ser dotar al Estado de capacidad para brindar a la población seguridad, salud, agua, infraestructura y en general, buenos servicios.
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