La poesía del Caribe Hispánico surge de modo relativamente brusco a finales del siglo XIX. Su asimilación retrasada de las tendencias europeas de vanguardias coincide con una época en la cual nuestros países se ven agitados por una serie de conmociones sociales y políticas, que no dejan de matizar la obra y la actitud de los poetas empeñados en introducir nuevas formas y estructuras verbales. Este hecho, por otra parte, coincide plenamente con el carácter mismo de las vanguardias, cuya base, común a todas las tendencias, parece ser la dislocación de las relaciones entre el poeta y su entorno. Aquél ya no ve la función que puede desempeñar su oficio y siente que debe buscar vías nuevas: desea renovar radicalmente el texto, y, en muchos casos (futurismo italiano, expresionismo alemán tardío, constructivismo ruso, dadá, surrealismo), la sociedad misma.  De ahí que una rama de la literatura de vanguardia se compenetre con las fuerzas sociales y políticas de su época y reciba su influencia; otra, más ceñida en sus aspiraciones, se mantiene dentro de los límites de la revuelta poética. En ambas subyace la intención de transformar el texto y la realidad.

 

No sorprende, pues, que bajo esta atmósfera se pusiese en marcha una búsqueda de recursos alternativos a la racionalidad. El principal espacio de innovación ha sido producido, precisamente,  por el poema. Si bien ello no representa una novedad, se advertía cada vez más la molesta presencia de una fuerza que —como quiera que se la llamase y se la exorcizase— no parecía gobernable por la razón, antes bien, parecía subyugarla a sus ciegas finalidades. Existía toda una noble tradición que había considerado lo “Bello, neoclásico y romántico” como el “esplendor de las formas y lo verdadero”; incluso, en tiempos no muy lejanos, el romanticismo había visto en la literatura una vía de acceso privilegiada a lo absoluto; Schopenhauer  lo había considerado como “catarsis de la voluntad”; las vanguardias poéticas de comienzos del Novecientos habían subrayado, de manera vistosa, la función de guía del poema, proponiéndolo como una experiencia reveladora a la cual confiarse cada vez que la racionalidad ya no fuese capaz de otorgar al ser y a la existencia un sentido que los redima.

 

Bajo estas expectativas fluye una corriente común en el marco de la poesía del Caribe Hispánico que la sostiene y alimenta: la decepción constante que aguarda al final de cada alumbramiento; el signo de dramática experimentación que procura  historiar el ser caribeño, es decir, la confirmación, apenas efímera, de una identidad buscada con denuedo. El acontecimiento capital de los últimos años de la historia Hispanoamericana (la revolución cubana y el ulterior desarrollo que se esfuma y desparece entre seres y cosas triviales) ha venido a dejar, una vez más, las espadas en alto, y la poesía escrita desde entonces a hoy participa de esa misma tensión y de esas esperanzas. Nos muestra, en una palabra y una vez más, su alentadora y renovada vitalidad.

 

Una literatura del Caribe Hispánico, sí, pero que tomará, como ha dicho Jorge Rodríguez Padrón, la suficiente distancia frente al gesto patético, frente a los impulsos folkloristas, y se preocupará por ejercer una desmixtificación y una dinámica poética eficaces. Porque un mundo caótico, irracional y sorprendente, sólo puede ser expresado por una escritura donde lo irracional y lo caótico sean constantes indiscutibles.

Con estos ingredientes, desposeídos sobre todo del utilitarismo coyuntural (pero nunca del gesto patético), se conformará la poesía del Caribe Hispánico a partir de los años sesenta. El lenguaje será protagonista fundamental, pero un lenguaje en contienda con su escritor al que a la vez fundamenta y devora.

 

La gestualidad, lo emocional o vitalmente arraigado presidiendo siempre estos aconteceres, que se deben identificar—insisto—como repetidos alumbramientos, como sucesivos principios llenos de ardor y de potencial libertad expresiva. Una gestualidad que si, por un lado, hemos de reconocer como notable riqueza expresiva, es también—por otro lado—la forma externa en que se resuelve eso que Octavio Paz ha señalado como confusión de la política con la historia, cuando los escritores y artistas intentan insertarse en la historia viva de sus pueblos.

 

Y estas coyunturas son precisamente eso: alumbramientos, instantes que se inician con el goce y el empuje, pero también con el patetismo que les es inherente. Una nueva etapa y, consecuentemente, una nueva forma de afrontar el lenguaje, pues acontecimientos tan significativos e influyentes reclaman un protagonismo literario inmediato: es necesario decir lo que pasa, esto es, expresar la existencia. Pero tal urgencia, traducida en ocasiones—como hemos visto—en gestos instantáneos, no renuncia ni al arte de esa historia: el impulso poético, es decir, creador, original, alentará sustantivamente en las obras más significativas de este periodo que ,como también ha explicado Octavio Paz, determina al mismo tiempo una exploración de la realidad y una exploración del lenguaje.

 

Mas, si consideramos que desde el romanticismo la historia de la poesía moderna ha sido la de las respuestas que los poetas han dado a la ausencia de un código universal, se pudiera aceptar  que nuestros poetas buscaron un imposible: el sistema para acceder a “la analogía universal”. Perdieron intensidad, eso sí, pero ganaron frescura en el fragor del lenguaje, buscaron la analogía significante del universo y solo encontraron un lenguaje cerrado en sus propias e infinitas lecturas.

El ámbito que, ya hemos insinuado, acentúa esta soledad y ese sentimiento de pérdida, vive y se genera constantemente, pero el hombre perece, en su miserable condición, de forma fatal. Su acción, a veces lúdica, a veces desesperada, es inútil. Su vivir incierto se traducirá, dramáticamente, en la incertidumbre que es el texto. Escribir  es, pues, un destino inexorable, que se ha de cumplir aunque  se reconozca de antemano su inutilidad.

Esta escritura poética vivencial, no es sin embargo heroica sino que está presidida por la degradación o la muerte, por la pérdida o la soledad también.

Desde esta transición hablan los poetas dominicanos y caribeños, mientras pierden las evidencias del origen y asumen la discordia descarnada de la fragmentación desasida de lo contemporáneo. Por eso, la comunicación ya no parte del modelo retórico sino de lo inmediato en detrimento, desde el cambiante escenario en que el canto es remplazado por un diálogo más civil, dialógico, coloquial, por las formas de una conversación tentativa. El poeta ya no es el sacerdote asido a su palabra reveladora, sino el marginal habitante de un habla común en la que deberá actuar a nombre del esclarecimiento.

 

La poesía dominicana  en el marco del Caribe Hispánico penetra en la historia haciéndose cargo de esta dualidad que constituye su núcleo más complejo y elemental; sus códigos le permiten determinarse en las ambigüedades, recorrerlas perezosamente y hasta logra amplificarlas como si fueran la forma misma de la realidad. Estos textos muestran sus sitios secretos, sus ámbitos virginales, aquellas zonas que habían escapado al abrazo del oso de la razón historicista. En estos poetas, (José Lezama Lima, Nicolás Guillén, Luis Rogelio Nogueras, Luis Palés Matos, Che Melendes, Iván Silén,  Manuel del Cabral, Alexis Gómez Rosa, Soledad Álvarez, Martha Rivera, José Mármol, León Félix Batista, Homero Pumarol, Frank Báez, entre otros), el mundo de lo real se desplaza hacia regiones donde la ambigüedad lírica se entroniza y define los confines de lo permitido, quebrantando, en ese movimiento consustancial, la artesanía de la ficción, los límites de la discursividad lógica que proyectó sus determinaciones sobre esa misma realidad que ahora se expande en el juego especulativo-creador de la escritura.