Encontrar la fuente, el doloroso abismo, el espíritu abierto, el espíritu recién inaugurado por una sensación, por una emoción distinta, que cava, que hunde sus raíces y nos mueve, nos conmueve y vemos algo que nos pertenecía y habíamos olvidado o jamás habíamos visto entre tanto afán, o habíamos escuchado así como quien no se detiene en lo que escucha y de pronto esas voces adquieren un nombre, un cuerpo, un retumbar, unas imágenes, unas historias.
¡Ah buena la escalada, la sonoridad entrañable que hace del mundo un lugar para que sea de veras nuestro, acompañante, apropiado a esa inquietud que no sabíamos resolver en su equívoca presencia y que ahora, gracias a esta atracción, a esta revelación, se convierte en intimidad abierta, playa sola que a solas canta, en sentido palpable, en silencio paciente, en demorada inscripción que zigzaguea sobre las olas, dejando al misterio que nos anima en la pulpa del día y nos lleva, listos, entusiastas como el que más, a la forma que la linterna busca, a la liturgia de un orden que nos reclama!
El mundo se hace de verdad un universo, se escapa dúctil de los encierros y comienza a palpar, con la profundidad que lo táctil es capaz de asir entre los dedos, el maderamen de una sintaxis que amplifica lo que a su paso encuentra.
Escribir el nombre de Carlos Rodríguez (1951-2001) es dejar constancia del reino que nos ha legado. Un reino al que accedo desde una memoria nutrida de historias errantes, de muchas interrogantes difíciles, complejísimas. Al escuchar sus poemas, no digo al leerlos, porque siempre son voces las que aquí se levantan sobre la soledad de las grandes urbes, me vienen señales de tanto amor extraño que los seres o entes evocados llevan a cuestas como parte de un equipaje incómodo, y que en sus versos se resuelven de una manera tan diáfana como para conjurar la apretada seriedad, los cuerpos enjutos, la violencia sorda que en esa urbe hace del amor algo como ajeno a la ternura y se expresa más a gusto en el abandono del otro.
En los libros de Carlos Rodríguez, “El ojo y otras clasificaciones de la magia”, premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía del año 1994, “El West End Bar y otros poemas” (2005) , “Volutas de Invierno” (2005), “Lago gaseoso” (2011), ese afecto se enciende y alumbra, proporciona hogar y holganza, casa y abrigo; por eso, la historia menuda, rica del paisaje, las anotaciones que intentan detener el paso en bloque de la muerte, las pupilas absortas que fijan la abundancia, las elegías para que aquellos dones encariñados con los seres que se fueron se mantengan, si no intactos, al menos con la vivacidad plena del recuerdo (oral) más vivo, aun en la húmeda liviandad de la tristeza.
De allí que el exterminio, las distancias salvajes, los cantos fúnebres, hablen en primera persona; pero, asimismo, lo animado tiene don de habla, propagación apresurada de la lengua, y el poeta es plena atención a los elementos que lo rodean: bares, ríos, gentes, pájaros… Y es como si estuviésemos continuamente en presencia de un coro que se delata y nos relata, que asiste, desde una atmósfera previa, al nacimiento de todo intento de palabra, con su orquestación de la voz íntima y desgarrada, y además, con los senderos por donde esa voz se hace trazo y huella, imagen y tanteo. La intensidad logra alcanzar muchos momentos imborrables:
“No fui hacia nunca. Me quedé como todas las semanas, dormido en parte sur del sueño sin elocuencia, puesto en una sábana de mármol y un contraste anaranjado, de jabón. Puerto rumiante, pus de un sorbo y una toalla mojada echada al pelador, que buscó, versus sus batallas, todo lo contrario, para arribar a todo lo que pudo la sustancia señalada, un palo de licor”.
En la poesía de Carlos Rodríguez hay también alguien que habla desde un lugar muy cercano a la mirada de un “flaneur”, que entabla relaciones de encantamiento con los seres más bajos y viles del mundo. También, desde la voz coral, polifónica habla una heredad, ancestralmente femenina, que tiene una manera de ver y de sentenciar que no le cuesta esfuerzo, y donde pone la palabra, pone la amenaza latente del ser, donde lo infernal está cerca de la tierra. Es una voz que habla desde los mitos, desde esa placenta milenaria y le da cuerpo afantasmado y terrible a los seres olorosos de azufre que abundan por todas partes, y hacen daño, y hacen daño, y hacen daño. La inocencia y lo terrible se dan la mano, leche y aguardiente, flores y asesinos, elegías y cuchillos, baile y cantos fúnebres, la transparencia arrebatada de lo real y el embrujamiento que confunde y conduce a lo fatal.
“La alevosía es la casa verdadera, lo azabache (no por lo negro sino por su lomo acariciado) enjuga escupitajos, una especie de letras trastabillando gafas, soles retenidos o la apertura de la sal blanca (¿caliche?)”.
El tiempo deja de herir y encarna como un ensalmo en el magnetismo de las palabras, en la fuerza que emana de la conquistada debilidad. Una poesía que hace morada con lo que de continuo destruye y socava las bases. Algo así como la danza que eterniza el instante, ese momento imposible.
Oscuridad, juego, hermetismo que busca en la voluptuosidad de la forma una geometría, un mapa, sitio donde poder vivir, casa arraigada. La abstracción sensorializada vuelve a poner el acento en el cosmos y una llama flamea en el cristal de roca. Tono este para darle eco, y con atrevimiento, resonancia; palabras para que continúe diciendo en un festín dionisíaco incomparable que seduce y colma de silencio, que dilata el gesto, el paladar poroso de unos gestos convertidos en signos, en relámpagos donde podemos advertir la cicatriz y la ofrenda. Pero en esta carpa que de pronto se ha vuelto amplia, una dicha de luz recorre el cielo, a la manera de la transparencia que exalta la multitud de los detalles:
“La quinta del sueño es un norte abecedario donde pasea el músculo su adolescencia. He visto el velamen la partida gutural, una corriente en forma de S y una anatomía de espumas en el baño indica el entrecejo, la intercomunicación en la figura de Ikea. Son las diez y media a.m. y hace sueño. Que ocio este deshermoso. ¡Qué maquillaje retinal!”
Estos poemas no deberían ser un libro, en el sentido que acostumbramos darle. Me hallo mejor entendiéndolo como depurada derivación de la conciencia de la palabra hacia la página, en una infrecuente, enigmática dolencia, donde no interviene la voluntad. Obra creada desde una prodigiosa calidad existencial y nunca desde un proyecto, una idea, alguna evolución. Están allí los poemas, en una desnuda e indestructible palpitación de la vida sentida, pasada por los filtros de mucha maceración, de muchas gentes. El que habla aquí, desde la intimidad convulsa del temblor y el desamparo, desde la pesadumbre asordinada que se interroga, desde el diminuto confundido que impregna de tristeza absoluta a las asoleadas y sudorosas noches de los seres queridos, desde la entereza del diálogo y el sudario, desde la recia y conmovedora soledad de un solo de clarinete en la oscura, quieta, salvaje noche, el que habla aquí es un mortal ajusticiado por las frondas esponjosas del espíritu a él reveladas, a él dedicadas, al poeta, a su destino.