La poesía de Antonio Fernández Spencer en sus libros Obras Poéticas (1937-1975) y, sobre todo, en Diario del Mundo (1952-1967), premio Leopoldo Panero, se pregunta —sin ningún ánimo de explicación transcendental— sobre la doble naturaleza del tiempo para los seres humanos: el hecho de pensarlo y de vivirlo.
En los libros antes mencionados, Fernández Spencer hace posible que el paso del tiempo se nos vuelva visible tan sólo al contemplar con atención los acontecimientos a partir de sus palabras. La concisión, claridad y sonoridad de sus versos iluminan las escenas de manera que podemos fijarnos en detalles significativos que no se pueden percibir a simple vista, y que hacen evidente ese tiempo que está en todas las cosas, que la mayoría de las veces por vivirlo no observamos. Las palabras le permiten demorar los momentos, retenerlos y así recuperar las dimensiones que se pierden cuando sólo pasamos por ellos. Quizá por eso en su poesía la muerte, más que un momento definitivo, parece un extravío, un titubeo, una fisura por la que escapa a mirar lo que pasa, ha pasado y pasará en una misma escena; esos detalles que parecen nimios pero son sustanciales.
No aprendemos a morir porque no vivimos el tiempo como el resto de los seres vivos, quienes parecen conducidos por un trayecto aparentemente lineal pues sus probabilidades están, hasta cierto punto, dadas de antemano. Nuestra conciencia, en cambio, al hacer conjeturas, juega con las probabilidades de una forma extralimitada puesto que puede predecir que una serie de acontecimientos conduce necesariamente a un final momentáneo, y a la vez vivir el presente sin preverlo ni predecirlo. Quizá en esto consista el sentido de aventura para nosotros: en saber y a la vez no saber lo que va a pasar.
Nuestra gran conquista como humanidad es, entonces, para Fernández Spencer, la posibilidad de detenernos con el lenguaje en los umbrales del presente, en las puertas que, como lo dice en su poema “La existencia de Paco”, del libro Tengo palabras (1965-1970), “se abren y se cierran sin irse de su sitio”. (Pag. 47).Bajo estos umbrales se ve transcurrir el tiempo humano como una serie de momentos que, sin una dirección definitiva, se bifurcan, se repiten, retroceden: “Hoy que de nuevo el agua quiere atormentarme / estoy de nuevo nómada en mi cuerpo, / estoy de nuevo como el niño / que en el sol de mañana ha jugado / a que encuentra su vida con la muerte”.(Pág.338).
También en ese mismo libro encontramos, en su poema “Lanza o remo”, que el hecho de no saber para qué servía un objeto milenario de la cultura occidental es una suerte de claridad oculta. A través de la cosa podemos percibir un presente que se volvió ubicuo, como dice el poema, dudamos de ella y quienes la usaron lo hicieron en un tiempo que no iba hacia nosotros, sino hacia la finalidad del objeto que no era permanecer en la vitrina del museo:
Vamos soñando por la tierra,
queremos verla iluminada;
somos semilla que en el viento
lleva la muerte acongojada.
Somos recuerdo de materia.
El sol ya viene a iluminarla,
el sol que crece por mi pecho
nos dejará sobre la nada. (Pág. 145)
En Otra vez en la tierra (1972) la poesía de Antonio Fernández Spencer se planta en la fijeza de las escenas y se detiene a mirar esa multiplicidad de direcciones, repeticiones y titubeos que componen los momentos. En este libro vemos, por ejemplo, un ciprés que sin saber que está seco permanece erguido junto a los otros a un lado de la piscina, o a una suicida que piensa en dejar lo que siempre deja cuando llega a su casa sobre el pretil del río:
y tal vez, tú no me has dicho
que la mar es la mar,
y que un pájaro aunque no vuelve o cante.
Es tan sencillo creer que hemos llegado solos a la vida
sin que nadie guiase nuestros pasos
ayer con alegría,
y es muy ingenuo pensar que la barca de la muerte
nos llegará sola con la tarde.(Pág.
A la luz de este sentido del tiempo, la vida cobra los verdaderos relieves que tiene para nuestra conciencia: sus dudas, sus conjeturas, sus incertidumbres, sus miedos, estos son la materia con la que avanzamos y están en los detalles que marcan precisamente los contrapuntos de las distintas escenas de los poemas. Por ejemplo, en Canciones de pena, el hecho de haber visto al jardinero quejarse de un dolor de garganta que parecía inocuo, en el poema “El castillo de la muerte”, hace que su muerte cobre otra dimensión. O la molesta presencia del drogadicto al lado del hermano que se está muriendo en el hospital, en el poema “A la sierra”, convierte la agonía en algo más terrible, pues sucede en un escenario donde la vida sigue sin ninguna piedad hacia quien muere.
A la sierra de la muerte
Yo tengo que ir.
No tengo caballo negro
para en su trote partir.
Soy recuerdo de la vida;
sin ti no puedo subir
a la sierra de la muerte.
Velas habrán de venir
a recobrar mi tristeza,
y aquella clara belleza
del mar que no pudo verte:
a la sierra debo ir.
No tengo caballo negro,
y sin ti voy a morir.
A la sierra de la muerte
yo tengo que ir.
(Noche infinita (1945-1967. Pág. 126)
Para profundizar en cada tema, Antonio Fernández Spencer adecúa el lenguaje. Lo aplica con detalle para lograr un alto grado de definición al describir las imágenes y poder ver las huellas del que puedan distraernos; la concreción del presente se refleja en la sonoridad precisa de sus versos. Fernández Spencer escoge la medida de sus poemas, como un fotógrafo seleccionaría su lente.
Sus poemas parecen observar muy detenidamente cada acontecimiento desde el paso del tiempo. Detenerlo de pronto para que lo veamos realmente y deje de ser la simple anécdota. Sus palabras lo fijan, lo regresan a objetos en los que su huella subsiste: una mesa, un juguete antiguo, una lanza o remo de tiempos remotos, las llaves y el monedero, la cama que espera a algún enfermo, el comedor que era la habitación donde dormían los padres o la mesa arrumbada. Nosotros y la materia llevamos hechos olvidados que evadimos, pues es difícil mirar siempre de frente la vida real. En su poema “La muerte”, de Bajo la luz del día (Premio Adonais, 1952), morir no se aprende; dice que los agujeros de bala en las paredes y los catres soportan el peso muerto de la memoria. En ellos se siguen muriendo esos heridos, pues estos son el rastro de su muerte:
La muerte viene, hoy, ejemplar, enérgica
en el desgarrón de este mi solo traje;
se le cayó un botón a la dulce camisa de mi amigo
y en él la muerte estaba, sudorosa,
con su cálculo máximo, matemática,
comiéndose al botón,
las coles, las manzanas de esta venta.
[…]
La muerte está de fiesta en la taberna,
donde quema gitanos, donde bebe un coñac extraño, extraño. (Epigramas a Lesbia. Pág. 295)
Es de ese peso muerto de la memoria del que, entre otras cosas, nos habla Fernández Spencer en sus poemas; ese peso cotidiano de las acciones y contemplaciones que cargamos a diario y que aunque por momentos nos parezca abrumador, nos resulta liviano y olvidable al paso del tiempo.
Esta poesía tiene, entre otras virtudes, la de ir un paso atrás de lo repetitivo y rutinario. Entonces, el deambular diario de una mujer enloquecida que regresó a la infancia es visto, en su poema “La nieve seguirá cayendo”, de Sortilegios del mar (1973), como un regreso continuo a ese presente que quedó atrapado en ella y en el que ella quedó atrapada:
Te espero en el momento en que el viento tira la única rosa
te espero en el amor de velamen de espera blancura
cuando el sol hace la tierra
y dos ángeles salen fatigados con un pan bajo el brazo
Insisto
debemos devolver a la palabra su inocencia. (Pág. 385)
Nuestra naturaleza nos dicta huir de los antiguos presentes porque quedarse en ellos es la auténtica locura. Sin embargo, lo es también darles la espalda, no regresar a ellos como lo que realmente fueron. En nuestros tiempos es la narrativa, sobre todo, la que pretende recuperar los momentos presentes y cotidianos, recreándolos, para volver reales a los personajes y así poder ver la realidad a partir de la ficción. No obstante, en la narrativa la realidad presente cobra otro peso, se vuelve una atmósfera recreada que puede cobrar una gran fuerza en nuestra imaginación y hacernos sentir que existe como algo continuo que envuelve a los personajes.
Eso pasa, por ejemplo, con la obra de Juan Ramón Jiménez. Hay toda una serie de actos, de diálogos, cuya continuidad ficticia hace creíbles a los personajes y lo que les ocurre, aunque el lenguaje de Juan Ramón Jiménez no sea el que habla en la realidad del tipo de personas que describe.
Fernández Spencer en Noche infinita (1945-1964), sobre todo, opera exactamente al contrario y nos hace ver que en esa continuidad que tratamos de imponer a lo que vemos hay una trampa que nos impide ver los momentos en toda su magnitud. No parte de una idea o de una imagen, parte de detalles, contrapuntos, simultaneidades y analogías que amplían la temporalidad de una escena o de un momento de reflexión. Y muchas veces los detalles hablan por sí mismos a través de las cosas: la jaula vacía del pájaro, la camisa que reflexiona en el poema sobre su paso del padre al hijo, el catálogo de ataúdes en los que la comodidad es una de las características, o el barro que habla de las manos que lo moldean, en cuyos huesos el tiempo ha infundido el instinto de salvarlo del caos.
La forma en que Fernández Spencer aborda los momentos presentes en su poesía va más allá de una simple evocación, es también una nueva forma poética de narrar las reflexiones, sensaciones e imaginaciones momentáneas, que son sustanciales, pero que a su vez son casi imposibles de recrear sin que se conviertan en algo anecdótico y sin importancia.
Fernández Spencer, al ponerlas en sus palabras, logra redimensionar los momentos presentes, que recobren la sustancia vital que pierden al ser mencionados en un lenguaje trillado. Estas reflexiones, sensaciones e imaginaciones momentáneas son nuestra relación inmediata y verdadera con el mundo, todo lo demás son conjeturas. Al fijarlas en sus poemas Fernández Spencer logra rescatar la vida humana, ponerla en su ambiente real, que es esta relación inmediata con su mundo.
En Testimonios del viento (1944), hay varios poemas en los que se plantea precisamente esta separación del animal y del hombre de ese hábitat, que en realidad es su espacio-tiempo. Como el esturión en el acuario de su poema de El regreso de Ulises, los seres humanos son animales cautivos porque no vemos en la transparencia de nuestros actos más simples todo lo sustancial que venimos cargando desde el origen. Los poemas nos obligan a mirar de otra manera lo ya mirado, a bucear en las profundidades del presente.