Vayamos directamente al corazón del problema: tras las enormes manifestaciones contra la “reforma” de las pensiones, el presidente Macron decidió “aprobarla por la fuerza” privando a la Asamblea Nacional francesa de su poder legislativo e imponiendo la decisión soberana de aprobar la ley que eleva la edad de jubilación de los 62 a los 64 años. En las manifestaciones de protesta de estas semanas, la respuesta inmediata fue “nosotros también pasamos a la fuerza”. Entre voluntades opuestas –la voluntad soberana de la máquina del Estado  y la voluntad de clase– decide la fuerza. El compromiso capital-trabajo se ha roto desde la década de 1970, pero la crisis financiera y la guerra han radicalizado aún más las condiciones del enfrentamiento.

Intentemos, pues, analizar los dos polos de esta relación de poder basada sobre la fuerza en las sucesivas condiciones políticas posteriores verificadas entre 2008 y 2022.

 

 

El movimiento parece haber captado el cambio de fase política provocado primero por la crisis financiera de 2008 y después por la guerra. Ha utilizado muchas de las formas de lucha que la clase trabajadora francesa ha desarrollado durante los últimos años, manteniéndolas unidas, articulándolas y legitimando de hecho sus diferencias. A las luchas sindicales, con sus marchas pacíficas que se fueron transformando poco a poco para integrar componentes no salariales (el 23 de marzo, la presencia de jóvenes, universitarios y estudiantes de liceos fue masiva), se sumaron las manifestaciones “salvajes”, que durante días se desarrollaron al anochecer en las calles de la capital francesa y de otras grandes ciudades (donde han sido aún más intensas).

 

Esta estrategia de actuación por grupos que se desplazan constantemente de una parte a otra de la ciudad, despistando a los policías, es una clara herencia de las formas de lucha de los chalecos amarillos, que empezaron a “aterrorizar” a la burguesía, cuando en lugar de desfilar tranquilamente entre République y Nation, llevaron el “fuego” a los barrios de los ricos situados en el oeste de París. En la noche del 23 de marzo, se contaron novecientos veintitrés fuegos sólo en París. Los policías declaran que las noches “salvajes” se han instalado en un nivel superior al de las “bandas escurridizas” de los chalecos amarillos.

 

Ningún sindicato, ni siquiera el más pro presidencialista, la Confédération Française Démocratique du Travail (CFDT), ha condenado las manifestaciones “salvajes”. Los medios de comunicación, todos, sin excepción, propiedad de oligarcas, que esperaban ansiosos, tras los primeros “actos violentos”, un vuelco de la opinión pública, se sintieron decepcionados: dos tercios de los franceses seguían apoyando la revuelta. El “rey republicano” se había negado a recibir a los sindicatos, dando a entender claramente su voluntad de enfrentamiento directo, sin mediaciones. Todo el mundo había deducido de ello que solo había una estrategia que adoptar: articular diferentes formas de lucha sin dejarse abochornar por la distinción “violencia/pacifismo”.

 

La masificación y la diferenciación de los componentes presentes en las manifestaciones se encuentran también en los piquetes de huelga, tan importantes o más que las manifestaciones. Probablemente, la elección de Macron también estuvo motivada por el bloqueo, no del todo exitoso, de la huelga general del 7 de marzo (¡el día 8 la situación había vuelto prácticamente a la normalidad!). Pero lo que Macron no previó fue la aceleración propinada al movimiento tras la decisión de aplicar el Artículo 49.3 de la Constitución francesa, que permite al gobierno aprobar una ley por decreto sin contar con la aprobación de la Asamblea Nacional.

 

El único movimiento que no se ha integrado en la lucha ha sido el de las banlieues. La conjunción entre los “petits blancs” (el sector más pobre del proletariado blanco) y los “barbares” (los franceses hijos de inmigrantes, los “indígenas de la república”) tampoco se ha producido esta vez. Ello no es un hecho menor, como se verá más adelante, porque aquí está en juego la posible revolución internacional, la conjunción Norte/Sur. Se ha producido una articulación de hecho, que ha sido universalmente aceptada, entre las luchas de masas y las luchas de una parte minoritaria, que se ha dedicado a prolongar el conflicto por la noche utilizando los  recipientes de basura, amontonados en los laterales de las calles debido a la huelga de los trabajadores de la limpieza urbana, para bloquear a la policía y meter zbeul (follón, del árabe magrebí zebla, basura). Llamémosla de momento “vanguardia”, porque no sé cómo llamar a esta minoría, esperando que los cretinos habituales no apelen al leninismo. Aquí no se trata de llevar la conciencia a la clase trabajadora, que carecería de ella, ni de introducir funciones de dirección política, sino articular la lucha contra el brazo de hierro impuesto por el poder establecido. La relación masas/minorías activas está presente en todos los movimientos revolucionarios. Se trata de replantear en las nuevas condiciones, no de eliminarla.

Antes de las grandes movilizaciones existían diferencias y divisiones que atravesaban a los trabajadores franceses, debilitando su fuerza de choque. Aquí solo podemos resumirlas: los sindicatos y los partidos institucionales de izquierda, con la excepción de La Francia Insumisa, nunca entendieron el movimiento de los chalecos amarillos, ni su naturaleza, ni las reivindicaciones de estos trabajadores que no encajan en los estándares clásicos del trabajo asalariado, habiendo mostrado todos ellos indiferencia, cuando no hostilidad hacia sus luchas. Por el contrario, estos sindicatos y partidos institucionales de izquierda han expresado una enemistad abierta hacia los “bárbaros” de las banlieues (con la excepción de nuevo de La Francia Insumisa), a la cual se han unido determinados sectores del movimiento feminista, cuando todos ellos se han mostrado dóciles ante de las campañas racistas lanzadas por el poder y los medios de comunicación contra el “velo islámico”. Por su parte, ni los chalecos amarillos ni los “bárbaros” de las banlieues han sido capaces de desarrollar formas de organización autónomas e independientes capaces de aportar su punto de vista, que ni los sindicatos ni los partidos, encerrados en torno a unas bases en continuo proceso de disminución, quieren siquiera considerar. En el seno de los “bárbaros” se ha desarrollado una teoría decolonial, muchas de cuyas posturas pueden compartirse, pero que hasta la fecha ha sido incapaz de arraigar en los barrios y dotarse de una organización de masas. El movimiento feminista, en cambio, está bien organizado y ha desarrollado análisis lúcidos y profundos, expresando posiciones radicales, pero no aporta rupturas políticas de esta magnitud. No da la batalla política en el seno de las luchas en curso, aunque las mujeres son seguramente las más afectadas por las “reformas”. Así, los trabajadores franceses se han fragmentado por el racismo, el sexismo y las nuevas formas de trabajo precario.

 

El movimiento contra la reforma de las pensiones ha hecho que se muevan las cosas como dicen los franceses, es decir, ha desplazado las líneas divisorias, recomponiendo parcialmente las diferencias. Las acciones ecologistas también han encontrado fuerza y recursos en el seno de las luchas. Los enfrentamientos de Sainte-Soline contra la construcción de grandes embalses destinados a recoger agua para la industria agroalimentaria, en los que la policía utilizó armas de guerra, suscitaron indignación y provocaron la movilización durante los días siguientes con la reanudación de manifestaciones “salvajes”, aunque a menor escala. ¿Un salto en las recomposiciones? Tal vez sea demasiado pronto para decirlo, pero en cualquier caso los distintos movimientos que han barrido Francia en los últimos años se han insertado en la movilización sindical, dándole poco a poco otra imagen y otra sustancia: el desafío al poder y al capital. En dos meses estos movimientos han quemado a Macron y han colocado su presidencia en un callejón sin salida.

 

Cuando el sistema político de los países occidentales se vuelve oligárquico y cuando el consenso ya no puede asegurarse con los salarios, las rentas y el consumo, continuamente bloqueados o recortados, la policía se convierte en el eje fundamental de la “gobernanza”. Macron ha gestionado las luchas sociales acaecidas durante su presidencia únicamente mediante la policía. La brutalidad de las intervenciones policiales está ahora en el centro de la estrategia de orden público del país. Francia no solo tiene una gran tradición revolucionaria, sino también una tradición de ejercicio de la violencia contrarrevolucionaria, que ha sido inaudita en las colonias y proporcionada al peligro corrido por el poder en la metrópoli, donde en 1848 las clases dominantes francesas hicieron intervenir al ejército colonial, la “Armée d’Afrique” que había conquistado Argelia, para reprimir la revolución. En estos momentos, lo que está en juego en el movimiento no se remite tan solo al trabajo y a su rechazo, sino que atañe al futuro del propio capitalismo y de su Estado, ¡como ocurre siempre que estallan guerras entre imperialismos!

 

La lección que podemos sacar de estos dos meses de lucha es la urgencia de repensar y reconfigurar el problema de la fuerza, de su organización y de su utilización. La táctica y la estrategia han vuelto a ser de nuevo necesidades políticas de las que los movimientos se han preocupado poco, centrándose casi exclusivamente en la especificidad de sus relaciones de poder (sexistas, racistas, ecologistas, salariales). Y, sin embargo, estos movimientos han elevado el nivel de la confrontación al moverse objetivamente juntos, pero sin que se haya producido una coordinación subjetiva, lo cual ha desestructurado al poder constituido. O se propone de nuevo el problema de la ruptura con el capitalismo, con todo lo que ello implica, o seguiremos actuando tan sólo a la defensiva. Lo que surge cuando se impone la guerra entre imperialismos es siempre, históricamente, la posibilidad de su “colapso”, del cual también puede surgir una nueva división del poder en el mercado mundial y un nuevo ciclo de acumulación. Estados Unidos, China y Rusia son plenamente conscientes de lo que está en juego. Que la lucha de clases pueda elevarse a este nivel del enfrentamiento sigue siendo dudoso.

 

La Constitución francesa prevé siempre la posibilidad de que el “rey republicano” decida en el seno de las instituciones llamadas democráticas, de ahí la invención de su Artículo 49.3, que permite legislar sin pasar por la Asamblea Nacional. Es la inscripción en la Constitución de la continuidad de los procesos de centralización política, que comenzaron mucho antes del nacimiento del capitalismo. La centralización de la fuerza militar (el monopolio legítimo de su ejercicio), también anterior al capitalismo, constituye la otra condición indispensable para el surgimiento de la máquina del Estado-capital, que a su vez procederá inmediatamente a centralizar la fuerza económica constituyendo monopolios y oligopolios, que no han hecho más que aumentar en tamaño, así como en peso económico y político, a lo largo de la historia de este sistema histórico.

 

Gran parte del pensamiento político ha ignorado el capitalismo realmente existente, eludiendo la consideración de sus procesos de centralización “soberana”, lo cual ha allanado el camino a los conceptos de “gubernamentalidad” (Foucault), de “gobierno” (Agamben, quien se movilizó mucho durante la pandemia, pero ha desaparecido de escena una vez estallada la actual guerra entre imperialismos, que es de hecho muy poco biopolítica), y de “gobernanza”. Las declaraciones de Foucault a este respecto son significativas del clima teórico de la contrarrevolución: “La economía es una disciplina sin totalidad, la economía es una disciplina que empieza a manifestar no solo la inutilidad, sino la imposibilidad de un punto de vista soberano”. Los monopolios son los “soberanos” de la economía, que solo aumentarán su voluntad de totalización combinándolo con el poder “soberano” del sistema político y el poder “soberano” del ejército y la policía. El capitalismo no es idéntico ni al liberalismo ni al neoliberalismo. Ambos son radicalmente diferentes y han constituido un verdadero sinsentido describir el desarrollo de la máquina Estado-capital como el paso de las sociedades soberanas a las sociedades disciplinarias y, luego, a las sociedades de control. Las tres centralizaciones (económica, estatal y militar) se complementan, pero quien manda siempre y en todo caso son las formas de gubernamentalidad (liberal o neoliberal), que utilizan y abandonan esos procesos de centralización a medida que el choque de clases se radicaliza.

 

Los enormes desequilibrios y polarizaciones existentes entre los Estados y entre las clases, que estas centralizaciones provocan, conducen directamente a la guerra, la cual expresa una vez más la verdad del capitalismo (el choque de imperialismos), cuyas repercusiones políticas son inmediatas, sobre todo en los pequeños Estados europeos. Mientras el presidente francés afirma la soberanía frente a su “población”, ha cedido, como buen vasallo, otra gran parte de la misma a Estados Unidos, que ha logrado sustituir, gracias a la guerra contra el “oligarca ruso”, el eje franco-alemán por el eje conformado por Estados Unidos, Gran Bretaña y los países del Este de Europa en cuyo centro los estadounidenses han instalado al más reaccionario, sexista, clerical, homófobo, antiobrero y belicista de los países europeos: Polonia. En estos momentos, no sólo la hipótesis federal es una utopía, sino también la Europa de las naciones. El futuro será de los nacionalismos y de los nuevos fascismos. Si alguien quisiera alguna vez resucitar el proyecto europeo tras el nuevo consentimiento servil a la lógica del imperialismo del dólar, primero tendría que emprender una lucha de liberación del colonialismo yanqui.

 

En el tablero internacional, Francia cuenta menos de lo que contaba antes de la guerra, pero como todos los señores subalternos, Macron vierte toda su venenoso rencor y su impotencia sobre sus “súbditos” a los cuales reserva el tratamiento de su policía. Según el Financial Times (25 de marzo de 2023), “Francia tiene el régimen que, entre los países más desarrollados, más se acerca a una dictadura autocrática”. Resulta divertido leer en la prensa internacional que el capital está alarmado (The Wall Street Journal), porque “las marchas forzadas impuestas por Macron a la transformación de la economía francesa en un entorno favorable para las empresas se hace a expensas de la cohesión social”. Su verdadera preocupación no son las condiciones de vida de millones de trabajadoras y trabajadores franceses, sino el peligro “populista” que amenazaría con poner en discusión la Alianza Atlántica, la OTAN global y, por lo tanto, a Estados Unidos que la dirige: la “rebelión parlamentaria” y el “caos que se extiende por todo el país plantean cuestiones ominosas para el futuro de Francia a todos aquellos que esperan que permanezca firmemente en el campo liberal, partidaria de la UE y de la OTAN” (Político). El Financial Times teme que Francia "siga los pasos de estadounidenses, británicos e italianos y opte por el voto populista”. No está claro si estos medios de comunicación son hipócritas o irresponsables. Les gustaría tener dos cosas al mismo tiempo: ingresos financieros y monopolísticos, y cohesión social, democracia y dictadura del capital, empresas exentas de impuestos, financiadas suntuosamente por un sistema de bienestar completamente descricajado rediseñado a su favor, y paz social. Der Spiegel habla de “déficit democrático”, de “la propia democracia en peligro”, cuando son las políticas económicas que estos medios defienden a diario en nombre del establishment las causas de la autocracia occidental que no tiene nada, pero que nada, que envidiar a la oriental.