“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, por su origen o por su religión. La gente tiene que aprender a odiar y si pueden aprender a odiar, se les puede enseñar a amar porque el amor surge con más naturalidad en el corazón humano que su opuesto”. Nelson Mandela

Mi primer día en la Maestría de Políticas Públicas en la Universidad de Harvard fue lo que en la academia estadounidense llaman un “shopping day” (“día de ir de compras”). O sea, el día antes del inicio oficial de las clases en que las y los estudiantes asistíamos a los cursos que nos interesaban para tener más información antes de tomar la decisión final de cuáles tomar. En esas sesiones el profesor o profesora comparte el programa para la clase, da algunos ejemplos de los temas que va a abordar y contesta preguntas de sus potenciales estudiantes. Justamente estaba en una de esas sesiones a primera hora de la mañana cuando la profesora, la ex primera ministra de Canadá Kim Campbell, nos comentó con cara de preocupación que le acababa de llegar un mensaje diciendo que había habido un accidente en una de las torres gemelas en Nueva York. Todavía en esa época, el 11 de septiembre del 2001, las redes sociales casi no existían y ella como política y figura pública que es recibió la información antes que la mayoría.

Como se imaginarán, toda la gente que estábamos en el aula nos preocupamos también y salimos a la próxima clase que nos interesaba con esa noticia terrible en la cabeza. Igual que el resto, me fui caminando a mi próxima sesión en el pequeño campus de la Escuela Kennedy de Gobierno de Harvard. Con la emoción de ser una de las pocas personas dominicanas en ser aceptadas en la Kennedy hasta ese momento (ya somos muchas más), recuerdo que a pesar de la noticia caminaba llena de orgullo y mirando el mapa para encontrar el edificio y el aula que me tocaba. Pero al entrar al lobby del edificio, me detuve para ver la transmisión en televisión del accidente en Nueva York y ahí vi por primera vez (ahora no recuerdo si en vivo o ya en repetición) el momento en que chocó el segundo avión. De ahí en adelante y hasta el día de hoy, esa imagen en movimiento se me quedaría tatuada en el corazón y en el cerebro.

El resto del día fue un momento colectivo de shock y de duelo. En ese mismo edificio se encuentra el Foro, el espacio donde se hacen los eventos más importantes de la Kennedy y ahí nos dirigimos todo el mundo. A pesar de que la mayoría nos acabábamos de conocer, no parábamos de ver las noticias proyectadas en la pantalla gigante del Foro mientras llorábamos y nos abrazábamos ante la magnitud de la tragedia. Ahí también fue donde el decano de la escuela, Joseph Nye, nos explicó que en ese momento se pensaba que Harvard podía ser uno de los blancos potenciales del ataque terrorista y que el rector de la universidad, Larry Summers, le había dicho a cada escuela que tomara su propia decisión sobre si cerrar o no cerrar. La Kennedy no solo no cerró sino que ya a las 12 del mediodía tenía un panel con sus expertos y expertas en seguridad internacional (incluyendo al propio Nye) quienes compartieron las informaciones que seguían recibiendo y contestaron las preguntas de la comunidad.

Hace unos meses comentábamos en el encuentro de los 20 años de mi promoción de la Kennedy el bautizo de fuego que fue ese día para todas y todos nosotros. En mi caso, fue también el inicio desde el día siguiente y durante varios años, de un aprendizaje doloroso e intenso viendo los Estados Unidos desde dentro. Mi aprendizaje inició en nuestra primera sesión ya oficial: la clase de Ética en las Decisiones Públicas del profesor Archon Fung. Archon inicia siempre su clase con una pregunta ética compleja y la de ese día fue cuál debía ser la respuesta de EEUU ante el ataque. En el aula había 4 marines y uno tras uno levantaron la mano para defender el derecho que tenía EEUU de “defender sus intereses” y atacar e invadir al país responsable. Era recién el día siguiente al ataque, todavía se veía el humo saliendo del World Trade Center y seguíamos viendo y escuchando conjeturas de todo tipo y ya varios compañeros de clase habían tomado su decisión. Y sus argumentos se basaban en la ley del más fuerte: los EEUU son la potencia más importante del mundo, esto era una “afrenta”, se perdieron “vidas de estadounidenses” y tenían los recursos y la obligación de responder. Yo fui una de las pocas personas que levantó la mano para decir lo contrario: que todavía había que confirmar quiénes eran los responsables y que siendo de un país que había sido invadido por los EEUU dos veces me parecía terrible que esa fuera la respuesta automática de tantos de mis colegas.

En el año siguiente asistí a las docenas de seminarios que se organizaron en la Kennedy sobre el tema. El énfasis, por suerte, era en entender más que en juzgar. Pero incluso en esa institución élite de la potencia más poderosa del planeta el nivel de desconocimiento sobre su propia historia de invasiones y violaciones a los derechos de los otros países era abismal. (Por ejemplo, en uno de esos eventos, una mujer estadounidense sentada en el fondo preguntó “¿pero por qué nos odian?” y todos los y las estudiantes y profesores internacionales nos volteamos al mismo tiempo a verla pensando en cómo podíamos explicarle la terrible historia de lo que ha hecho su país alrededor del mundo). Peor aún, el gobierno del presidente George W. Bush utilizó toda una campaña de intimidación dentro y fuera del país para “vender” con datos falsos las invasiones a Afganistán y a Iraq. Hasta nuestros profesores nos confesaban que ya solo veían las noticias internacionales porque muy pocos medios en EEUU se atrevían a contradecir lo que decía el gobierno para que no se les acusara de anti-patrióticos. La ley del más fuerte que generalmente se disimula en el lenguaje diplomático y los discursos políticos se mostró, nuevamente, a plena luz del día.

Algo similar está aconteciendo en la franja de Gaza desde el ataque terrorista de Hamas en contra de Israel el pasado 7 de octubre. Recordemos que el terrorismo es “cualquier… acto destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil, o a cualquier otra persona que no participe activamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado, cuando el propósito de tal acto, por su naturaleza o contexto, sea intimidar a una persona, población, o para obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar o abstenerse de realizar cualquier acto”. Tanto las acciones de Al Qaeda como las de Hamas fueron actos terroristas.

 

Sin embargo, Israel, igual que EEUU después del 11 de septiembre, ha reaccionado no para prevenir nuevos actos terroristas sino para imponer la ley del más fuerte. El gobierno de extrema derecha de Netanyahu ha respondido de manera totalmente desproporcional e inhumana causando casi 6,000 muertes hasta ayer martes entre la población palestina de Gaza que superan varias veces las 1,400 muertes y las más de 200 personas secuestradas del lado israelí. Israel continúa con los bombardeos incluso cuando la población palestina obedece las instrucciones que ese mismo gobierno le impone. Hasta Biden, presidente del aliado más incondicional de Israel, se ha referido a este paralelo cuando advierte a Israel que no repita los errores que cometió EEUU en su reacción al ataque del 11 de septiembre.

Y lo que la mayoría de la gente de este lado del mundo no sabemos (en parte porque las noticias a las que tenemos más acceso se basan en EEUU) es que las y los palestinos han sido sometidos a atropellos sistemáticos por parte del gobierno israelí por décadas. Como me dijo un estudiante palestino la semana pasada, “¿por qué ha habido tanto interés en Gaza desde el 7 de octubre pero no desde el 1948” (cuando se creó el estado de Israel y empezó a desplazar a la población palestina)? Incluso en EEUU, la mayoría (63%) de la comunidad judía favorece la solución de “los dos estados”. O sea, que haya un estado independiente palestino coexistiendo con el estado de Israel. Eso lo he reconfirmado en estos días en mis conversaciones con mis amistades judías en EEUU y en el evento al que asistí sobre el tema en mi universidad. Incluso varias de mis amistades llevan años formando parte de los movimientos que han encabezado las marchas presionando a Israel para que acepte un cese al fuego y deje entrar más ayuda humanitaria.

La historia nos enseña que usar la ley del más fuerte en que consideramos unas vidas más valiosas que otras solo impone soluciones tipo curitas que no resuelven sino que posponen (e incluso empeoran) los problemas. Ciertamente en República Dominicana no tenemos el tamaño ni los recursos de EEUU ni de Israel. Somos un país pequeño en el medio del Caribe. Y sin embargo, como he planteado en crónicas anteriores, seguimos como sociedad usando la ley del más fuerte en nuestra relación con Haití y con la comunidad migrante haitiana en RD siguiendo la lógica de la extrema derecha neo-nacionalista. El nivel de fanatismo al que hemos llegado y que de manera vergonzosa ha explotado aún más este gobierno (y eso que tiene mucha competencia de las administraciones anteriores) ha hecho que surjan grupos terroristas no en Haití contra la República Dominicana sino grupos dominicanos en nuestro propio suelo. Estos grupos golpean, amenazan de muerte e intimidan a las y los inmigrantes haitianos, las personas dominicanas de origen haitiano y todas las personas y organizaciones que se atreven a defenderles y que luchan contra el racismo y el anti-haitianismo en nuestro país.

La semana pasada tuvimos otro ejemplo de sus acciones con el ataque físico de miembros de la Antigua Orden Dominicana a activistas de varias organizaciones de izquierda en el Parque Independencia durante la manifestación que las segundas realizaron en apoyo a Palestina. Y su lógica es la misma: que unas vidas son más importantes que otras, que un grupo de personas merecen ser considerados seres humanos y otros no. Es hora de parar estos grupos terroristas antes de que haya más víctimas (quizás nosotros o nosotras mismas) por negarnos a ser coherentes.