“Soy negro, no por una maldición, sino porque mi piel ha sido capazde captar todos los efluvios cósmicos. Soy verdaderamenteuna gota de sol bajo la tierra”. Frantz Fanon

 

En enero del 2010, pocos días después del terrible terremoto que produjo la muerte de cientos de miles de personas en el vecino país de Haití, vi una escena en la televisión estadounidense que se me ha quedado grabada con fuego desde entonces. Una periodista de la famosa cadena de noticias CNN entrevistaba a un rescatista de EEUU y destacaba su valor y el de su equipo mientras, detrás de ambos, varios hombres mulatos con cascos color naranja trabajaban buscando sobrevivientes entre los escombros. Como se imaginarán, esos hombres eran de República Dominicana y llevaban cascos de ese color porque eran voluntarios de nuestra heroica Defensa Civil. Pero como la periodista sabía que la historia que necesitaba “vender” era destacar el rol de EEUU no se molestó en entrevistar a aquellos hombres ni mucho menos en mencionar que fueron los primeros rescatistas en llegar a Puerto Príncipe mucho antes que el personal y las ayudas de todos los demás países.

Uno o dos años más tarde me ocurriría algo similar en la Universidad de Brown, donde estaba haciendo mi doctorado en Sociología, cuando el médico, antropólogo y experto en salud pública estadounidense Paul Farmer hacía una de sus frecuentes presentaciones en la universidad. Farmer, quien lamentablemente falleció este mismo año, era idolatrado entre las y los estudiantes de licenciatura de Brown por su trabajo de décadas en Haití, Ruanda y Perú, generando soluciones a los múltiples problemas asociados con la extrema pobreza en dichos países, trabajando de igual a igual con las comunidades involucradas. Además, sus numerosos libros son referencia obligada para quienes estudiamos intervenciones exitosas de este tipo alrededor del mundo y los recomiendo sin dudar.

Sin embargo, Farmer reaccionó muy molesto cuando me acerqué al micrófono para las preguntas e indagué que por qué no había incluido el rol crucial que había jugado la República Dominicana en su presentación sobre las intervenciones de apoyo a Haití después del terremoto. Era claro que Farmer se sintió sorprendido y cuestionado por mi pregunta en un diálogo en el que hasta ese momento solo había recibido pleitesía y adoración. Tanto es así, que al final de nuestro ácido intercambio me mandó a volver a República Dominicana para hacer el trabajo que se necesita para mejorar la relación entre nuestros países destacando, como se hace a menudo en la academia estadounidense, el racismo que históricamente define esa relación.

Le contesté que no era necesario porque ya yo estaba involucrada en ese trabajo. De hecho, en Brown fui parte de los dos comités formados para orientar las contribuciones post-terremoto de la universidad y trataba el tema con frecuencia en la columna que tenía en esa época en Clave Digital. Y vaticiné que intervenciones sesgadas como la suya no hacen más que complicar aún más la relación entre República Dominicana y Haití e incluso traté de explicarle que se estaba empezando a cerrar la oportunidad de oro que la colaboración dominicana ante la tragedia había abierto para mejorar el entendimiento entre ambos países.

Lamentablemente el tiempo me ha dado la razón, no porque yo sea una experta en la historia de la isla Hispaniola, que no lo soy sino porque, ya en ese momento, la extrema derecha dominicana había reiniciado su discurso anti-haitiano enfatizando que la comunidad internacional ignoraba de manera sistemática las contribuciones dominicanas (y en eso, como ya dije, tristemente tienen razón). Para que quede claro, el abogar por el reconocimiento del legado negro africano e indígena en nuestro continente y llamar a la gente a luchar contra el racismo no nos impide a quienes lo hacemos ver también la hipocresía con la que las grandes potencias se manejan con el tema.

En el caso de Haití, no es cierto, como tanta gente repite sin evidencias de ningún tipo, que las grandes potencias tienen un plan para fusionar República Dominicana con Haití. Eso es una mentira inventada con el objetivo deliberado de desinformar y manipular, ni más ni menos (si quieren saber más al respecto lean los artículos de Julio Ortega Tous en este mismo periódico). Pero sí es cierto que los Estados Unidos y otros países con muchos más recursos que el nuestro se hacen de la vista gorda y esconden su propia historia de explotación de nuestras y nuestros vecinos.

En mi caso, como soy parte de la comunidad académica y de movimientos sociales progresistas, tanto en EEUU como en República Dominicana, veo de primera mano cómo gran parte de mis colegas estadounidenses se cree el discurso dominante de que el único problema de Haití es el pasado y presente de explotación y vejaciones que sufren sus nacionales y sus descendientes en nuestro país, incluyendo la masacre del 1937 que todavía nos resistimos a reconocer y cambiar. Y lo hacen, además, desconociendo el trabajo de intelectuales de la talla de Lorgia García Peña y April Mayes que han demostrado el rol jugado por el propio gobierno norteamericano en el siglo XIX y principios del XX fomentado el conflicto entre los dos lados de la isla (entre otras cosas, presentando al pueblo dominicano como “civilizado” por ser predominantemente mulato y al pueblo haitiano como “salvaje” por ser el primer pueblo liberado negro).

Sin embargo, esta posición privilegiada también me permite ver cómo en nuestro país el discurso dominante, ahora retomado por un gobierno supuestamente progresista e incluso algunos historiadores muy ilustres, es el de que la República Dominicana no es racista y no tiene nada que hacer ni que cambiar. Tampoco así. Efectivamente, como enfatizan los grupos nacionalistas, todos los países tienen el derecho a definir sus políticas migratorias. Pero primero, esa prerrogativa debe ejercerse cumpliendo los requisitos básicos de respetar la dignidad de la persona y sus derechos humanos que es una forma elegante de decir, de tratar a la gente como gente.

Segundo, todos los países son de un modo u otro racistas porque el discurso y las prácticas racistas (y especialmente en contra de todo lo asociado con lo negro) son la norma en casi todas partes instaurada desde hace siglos por las potencias coloniales. Y tercero, hasta que no tengamos la suficiente curiosidad y humildad como sociedad para preguntarnos de dónde vienen estas actitudes y prácticas, en el caso dominicano no solo no podremos mejorar de manera sostenida la relación con Haití (incluyendo regular de manera racional la inmigración desde dicho país para que no sufran los sectores que dependen casi completamente de ella) sino que tampoco podremos aprovechar de manera permanente las oportunidades que esa relación presenta (por ejemplo, Haití es el principal mercado de exportación para nuestros productos cuando no se toman en cuenta las zonas francas).

¿Y qué tiene que ver todo esto con Wakanda? Pues que los sentimientos de alegría y orgullo profundo que me generaron las películas de esta franquicia son una respuesta visceral a esta historia de desconocimiento de la negritud y de las civilizaciones de personas de color. De hecho, sentí lo mismo al ver The Woman King (La Mujer Rey), inspirada en las guerreras Agojie del reino de Dahomey (Benin). Esa necesidad de reconocimiento y visibilidad de la negritud es, por ejemplo, lo que sentía nuestro cantante Tony Almont al crecer viendo a Johny Ventura como uno de los pocos hombres negros admirados en la industria del entretenimiento dominicano; un rol que él, a su vez, desempeña hace años para mucha gente joven. Es lo que sintieron millones de niñas y niños alrededor del mundo cuando vieron un super héroe que se les parece y después cuando lo despidieron con lágrimas al morir el actor Chadwick Boseman formando el símbolo de la ficticia, pero necesaria tierra de Wakanda con sus bracitos cruzados en el pecho.

Ese mismo sentimiento de reconocimiento es lo que ahora experimentan las personas indígenas y latinas de América y de todo el mundo viendo al poderosísimo Namor inspirado en el antiguo dios maya Quetzalcóatl (la Serpiente Emplumada) en la segunda Black Panther. Esa película y The Woman King expanden aún más este nuevo intento de visibilizar la negritud de manera positiva en el cine colocando a las mujeres negras en el centro. Para que tengan una idea, la Black Panther original produjo más de mil millones de dólares a nivel global, Wakanda Forever recién fue estrenada el 11 de noviembre y lleva ya más de 300 millones solo en EEUU, mientras que las proyecciones para The Woman King eran que generaría entre 12 y 16 millones de dólares durante su primer fin de semana en cartelera y el resultado fue de más de 19 millones. En nuestro contexto y en otros medios, esto es lo que ha hecho por décadas la escritora y teatrista Dominicanyork Josefina Báez con su poesía, sus piezas de performance y sus personajes (especialmente la Kay y Carmen) enfocándose en las mujeres negras como protagonistas creativas y resilientes, dueñas de sus pensamientos y decisiones. Es lo que busca también la activista de derechos humanos y escritora Ana Belique con su hermoso libro de cuentos “La Muñeca de Dieula” con una niña negra como centro de la historia y utilizando, igual que Báez y otras escritoras en la diáspora dominicana, la estrategia de utilizar los dos idiomas de su protagonista; un gesto cuyo poder se ve confirmado por la violencia y amenazas de muerte de los grupos neo-fascistas del patio.

Todos estos son ejemplos de cómo el arte, en sus múltiples formas, nos ayuda a construir lo que el antropólogo indio Arjun Appadurai llama la “capacidad para aspirar”. O sea, la capacidad que necesitan los grupos marginados de soñar e imaginar un futuro diferente y positivo que les sirva de motivación en la lucha para construirlo. Esa capacidad la mantienen y multiplican las comunidades negras e indígenas en todo el continente, a veces escondiéndose a pleno sol como en el sincretismo de sus prácticas religiosas (como en la santería dominicana y cubana en que cada deidad tiene su contraparte en la religión católica); otras veces apelando a su propia historia como inspiración.

No conocer la historia y el presente de los pueblos afrodescendientes e indígenas es lo que hace que sigamos llamando a Santo Domingo la “ciudad primada de América”, cuando en realidad fue la primera ciudad europea del hemisferio donde ya había ciudades igual de o más avanzadas que las europeas. Por ejemplo, la capital Mexica (Azteca) de Tenochtitlán, donde ahora está la Ciudad de México, estaba construida sobre un lago y contaba con un sistema sofisticado de canales que llevaban agua potable de manantial a la ciudad más de 400 años antes de que en Londres se lograra beber agua no contaminada. Por eso también es que se nos olvida, o ni siquiera aprendemos, que la civilización maya tiene un calendario mucho más preciso que el romano que utilizamos (no hay necesidad para el día bisiesto) o que en África ya se utilizaban las vacunas en el siglo XVIII (un esclavo rebautizado Onésimo salvó a la población de Boston de morir por la viruela en 1716 cuando generosamente compartió ese conocimiento con su amo).

Estas omisiones no son coincidencias como destacó mi querido profesor, el historiador David Álvarez en programa El Día a propósito de la conmemoración del 12 de octubre pasado. Por eso nos llega a parecer normal que a una mujer se le nieguen atenciones médicas faltando a la ley y al juramento hipocrático (¿cómo habríamos reaccionado si no fuera haitiana?), por eso no nos damos cuenta de que las deportaciones masivas no son contra las personas extranjeras sino contra las personas negras (haitianas, dominicanas, dominicanas de origen haitiano, afroamericanas) mientras a las personas indocumentadas de Italia, España, Rusia y otros países se les deja en paz, por eso destacamos siempre los 22 años de “dominación haitiana”, pero celebramos a la “madre patria” que nos dominó por cientos de años más. Por eso, si no nos preguntamos de dónde viene lo que ahora pensamos y hacemos, si no nos cuestionamos como cultura y como sociedad, igual que la gente, perdemos la capacidad de crecer y de evolucionar.