Hace unos meses indiqué que la sordera no puede entenderse simplemente como una discapacidad auditiva, pues los sordos, a diferencia de las demás personas con deficiencias físicas, visuales o intelectuales, comparten un lenguaje propio que los diferencia de la cultura mayoritaria. En otras palabras, la sordera dota a la comunidad sorda de una singularidad propia que permite considerarla como un grupo lingüístico y cultural que el Estado debe fomentar como colectivo. La lengua de señas constituye el componente central de la identidad cultural de este colectivo, ya que constituye el vehículo de comunicación y expresión que permite su interacción en la sociedad (ver, “En defensa de la comunidad sorda”, 3 de julio de 2021).
La República Dominicana ratificó la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad (en lo adelante la “Convención Internacional”) a través de la Resolución No. 548-08 de fecha 30 de octubre de 2008. Es decir que desde esta fecha dicho tratado internacional forma parte del ordenamiento jurídico dominicano y, por tanto, sus disposiciones son de aplicación obligatoria por parte de los órganos que ejercen potestades públicas.
El artículo 30.4 de la Convención Internacional dispone que “las personas con discapacidad -tienen- derecho, en igualdad de condiciones, al reconocimiento y el apoyo de su identidad cultural y lingüística específica, incluida la lengua de señas y la cultura de los sordos”.
En esencia, el citado artículo 30.4 de la Convención Internacional impone la obligación a cargo de los Estados partes de adoptar “las medidas legislativas, administrativas y de otra índole” (artículo 4.1.a) necesarias para hacer efectivo el derecho de las personas con discapacidad “al reconocimiento y el apoyo de su identidad cultural y lingüística”, incluyendo “la lengua de señas y la cultura de los sordos” (artículo 30.4). Esta obligación constituye un mandato constitucional de cumplimiento obligatorio para los poderes públicos, pues la Convención Internacional forma parte del bloque de constitucionalidad.
En efecto, la República Dominicana es un Estado cooperativo, es decir, que asume y aplica las normas internacionales. Una de las implicaciones de esta apertura internacional es la aplicabilidad directa e inmediata de las normas del derecho internacional en el ámbito interno (artículo 26.1 de la Constitución) y el reconocimiento del carácter constitucional de los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos (artículo 74.3).
Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, como es el caso de la Convención Internacional, tienen jerarquía constitucional y, en consecuencia, forman parte del bloque de constitucionalidad. En otras palabras, estos tratados tienen capacidad para vincular y obligar a los poderes públicos, pues éstos no son externos a la Constitución, sino que constituyen fuentes constitucionales y, por tanto, un parámetro de constitucionalidad de todas las normas, actos y actuaciones producidos y realizados por las personas, instituciones privadas y órganos de los poderes públicos. De ahí que cuando se ignora o contraría las normas internacionales relativas a derechos humanos se viola directamente la Constitución.
En palabras del Tribunal Constitucional, “los convenios y pactos internacionales suscritos por el país (…) forman parte integral de nuestro sistema de justicia constitucional por aplicación del artículo 74, numeral 3, de la Constitución. (…) En tal sentido, la República Dominicana, como estado que forma parte de la comunidad internacional, adopta sus disposiciones” (TC/0096/12).
De lo anterior se infiere: (a) por un lado, que los tratados, pactos y convenios relativos a derechos humanos forman parte del bloque de constitucionalidad y, por tanto, son de aplicación directa e inmediata en el ordenamiento jurídico dominicano; (b) por otro lado, que la Convención Internacional es una norma que versa sobre derechos humanos, pues procura asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos de las personas con discapacidad, de modo que este tratado constituye una fuente constitucional y un parámetro de constitucionalidad de todas las normas, actos y actuaciones de los poderes públicos; y, (c) por último, que el citado artículo 30.4 de la Convención Internacional obliga a los Estados partes a adoptar las medidas legislativas, administrativas y de otra índole para hacer efectivo el derecho de las personas con discapacidad “al reconocimiento y el apoyo de su identidad cultural y lingüística, (…) incluidas la lengua de señas y la cultura de los sordos”.
Siendo esto así, no hay dudas de que el reconocimiento de la Lengua de Señas dominicana es un mandato constitucional que obliga a los poderes públicos a adoptar las medidas necesarias para hacer efectiva el derecho de las personas sordas “al reconocimiento y el apoyo de su identidad cultural y lingüística”. De ahí que la inobservancia de esta obligación genera una omisión que es contraria con el principio de supremacía constitucional (artículo 6 de la Constitución).
El mandato del citado artículo 30.4 de la Convención Internacional se complementa con las obligaciones impuestas en los artículos 39.3 y 58 de la Constitución. Digo esto, pues de estos artículo de desprender la obligación estatal de promover “las condiciones jurídicas y administrativas” necesarias para garantizar una igualdad real y efectiva (igualdad material). Para lograr esto, el Estado debe adoptar “las medidas positivas necesarias para propiciar la integración familiar, comunitaria, social, laboral, económica, cultural y política” de las personas sordas. Es decir que el Estado debe adoptar medidas -legislativas y administrativas- tendentes a garantizar la integración de las personas sordas en el cuerpo social no sólo por sus circunstancias particulares, sino además por su pertenencia a un grupo lingüístico y cultural.
En adición, el artículo 64.2 de la Constitución reconoce el derecho fundamental implícito a la diversidad cultural, el cual se proyecta en dos dimensiones: una colectiva y otra individual. Desde una dimensión colectiva, el constituyente procura proteger a las comunidades étnicas y culturales como sujetos de derecho. En cambio, desde una dimensión individual, se busca proteger los derechos de las personas pertenecientes a esos colectivos, pues sin esta protección, tal y como ha juzgado la Corte Constitucional de Colombia, “sería impensable la materialización de la protección del derecho colectivo en cabeza de la comunidad” (T-1105/08).
La lengua de señas forma parte del contenido esencial del derecho a la diversidad cultural, pues constituye uno de los elementos fundamentales de la identidad de las personas sordas. De ahí que el Estado está obligado a adoptar las medidas de acción positiva necesarias para garantizar el pluralismo lingüístico y, en consecuencia, evitar que la lengua se convierta en una barrera injustificada para el goce efectivo de los derechos fundamentales.
El pasado miércoles 12 de enero de 2022 la Cámara de Diputados aprobó por segunda ocasión el Proyecto de Ley que regula la Lengua de Señas y el Sistema Braille en República Dominicana. Este proyecto ya había sido anteriormente aprobado por esta cámara legislativa, pero perimió en el Senado de la República. En el Senado de la República existe un proyecto similar que se encuentra prácticamente estancado en la Comisión de Educación. Urge el reconocimiento de la Lengua de Señas dominicana, pues la desidia y lentitud de las cámaras legislativas durante estos años genera una clara violación del principio de supremacía constitucional y de los derechos a la igualdad y a la diversidad cultural de las personas sordas.
El Tribunal Constitucional tiene la oportunidad de garantizar el reconocimiento y apoyo de la identidad cultural y lingüística de las personas con discapacidad, incluida, especialmente, la lengua de señas y la cultura de la comunidad sorda, pues se encuentra actualmente apoderado de una acción directa de inconstitucionalidad por omisión legislativa interpuesta por la Asociación Nacional de Sordos de la República Dominicana (ANSORDO).
Es tiempo de tomar los derechos de los sordos en serio.