La verdad es que resulta difícil predecir el futuro. Mientras hace poco menos de cuatro años, cuando la COVID-19 estaba provocando estragos en la población de Europa y los Estados Unidos, y visto que no respetaba condicion social, algunas de las más disimiles voces, intelectuales, reconocidos economistas, politólogos, académicos y gobernantes, incluso algunos libres de toda sospecha de izquierdismo, advertían que el mundo había llegado demasiado lejos en términos de liberalización económica, privatización de servicios y concentración del ingreso.
Al ver tanta gente postulando por un nuevo contrato social conducente a una sociedad más inclusiva y cohesionada, muchos abrigamos la ilusión de que un cambio positivo en esta dirección estaba en camino. Sin embargo, ahora sabemos que después de la COVID todos los incrementos de ingreso se han concentrado en unas pocas manos.
Lo peor es que dicha tendencia, en vez de empujar los pueblos hacia la búsqueda de mayor equidad, la primera reacción ha sido inclinarlos hacia posiciones extremas de derecha, conducentes a un mayor control del poder por los poderosos y abandono de los de abajo. Pero irremediablemente eso no puede durar mucho.
El Fondo Monetario Internacional (FMI), en el último número de la revista Finanzas y Desarrollo, así como en su intervención en el Foro Económico Mundial de Davos, llama la atención del mundo sobre el impacto potencial sobre el empleo de la inteligencia artificial.
Es más, calcula que con la IA podría perderse el 60% de los trabajos en los países desarrollados, alrededor del 40% en el caso de las economías emergentes y un 26% en los países de bajos ingresos.
Pero ojo, que los países menos desarrollados se encuentren en “menor riesgo” de perder empleos no significa ninguna ventaja, pues el mismo curso de los acontecimientos los llevará a ser más pobres, ya que no seguirán el ritmo de otros en términos de productividad. Lo que pasa es que habrá poco aliciente para suplantar con robots el arte de limpiar vidrios o vender frutas en las esquinas.
El estudio del Fondo plantea que, a diferencia de cambios tecnológicos anteriores en que los nuevos inventos tendían a desplazar mano de obra de obreros y agricultores, en este caso el mayor impacto podría ocurrir entre los empleados de alta cualificación, profesionales universitarios, habituados a altos salarios.
Es esta la razón por la que resultarían más afectados los países ricos. Mientras tanto, aquellos que logren conservar sus empleos mejorarían su productividad, al disponer de herramientas que facilitarían su labor. Mayor productividad conduce a mayores ingresos, pero ¿para quién?
Los que no logren montarse a la ola se quedarán fuera o tendrán que aceptar empleos precarios, deprimiento más los salarios de los de abajo. En tanto los beneficios de la IA serán apropiados por los estratos más altos, conducirán a una concentración del ingreso más pronunciada, que ahora sí podría llegar a ser intolerable.
Y en los países de bajo ingreso, dado que no tienen la infraestructura ni la fuerza laboral cualificada para aprovechar los beneficios de la IA, se quedarán más rezagados, empeorando la desigualdad entre las naciones.
Si bien mucha gente predice que emergerán otros puestos con requerimiento de nuevas competencias laborales, la verdad es que nadie está seguro de ello, al menos con el mismo nivel de certeza en que desaparecerán empleos profesionales, ni qué decir de taxistas y personal calificado de nivel técnico. Tanto así que el fenómeno está generando serias preocupaciones sobre el modelo de organización social que se estará perfilando hacia el futuro.
La mayor desigualdad que resultaría ahora sí podría ser intolerable porque, si bien las máquinas podrían suplantar a los humanos en la producción de los bienes y servicios, nunca podrían suplantarlos al momento de comprarlos en el supermercado o la tienda.
Una condición fundamental del funcionamiento económico es que se produzca, pero también que se pueda vender la producción. Si las máquinas hacen el trabajo, entonces ¿quién va a cobrar el salario? Y si los dueños se apropian de todo el beneficio, ¿quién comprará la producción?
Las perspectivas de ese futuro plantean, como he dicho antes, que podemos estar en camino de llegar, como nadie lo esperaba, a la contradicción fundamental entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción anticipada hace mucho por Carlos Marx. Si la nueva distribución del ingreso que derive resulta insostenible, eso va a implicar necesariamente que las sociedades vayan concibiendo y diseñando nuevos mecanismos de redistribución.
Porque si esta contradicción no se resuelve pacíficamente, entonces se resolverá por medios violentos. Posiblemente, tendrá que buscarse una forma para que el Estado se apropie del excedente que genera la tecnología y, mediante algún mecanismo, lo distribuya masivamente a la población. Una especie de pacto fiscal, ahora de alcance mundial.