Dice el refranero popular hispanoamericano que “la esperanza es lo último que se pierde”. Expresión pariente cercana de la optimista “el que persevera triunfa”, que prefiero a la versión pesimista “… más largo que la esperanza de un pobre”. Tal vez porque, a decir de mi difunta madre, nací “optimista, congénito e inoperable”. Aunque mi madre no siempre era del todo original ni siempre acertaba.
Dígase como se diga, con expresiones populares o académicas, lo cierto es que nuestra población ha dado muestras sobradas de paciencia y de resiliencia esperanzada ante las frustraciones en cuanto a salud. Esperemos que esa esperanza de nuestros pobres y sectores medios de mejorar la calidad de su vida y que sus descendientes tengan mejores oportunidades, perdure y no caigan en lo que llaman la “desesperanza aprendida”, con sus consecuentes conductas, en lo individual, cercanas a la anomia y, en su expresión colectiva, por el riesgo de estallidos sociales “incontrolables”.
El próximo domingo será el último día del año. El lunes, junto a la resaca de quien encontró en el alcohol ánimo para disfrutar al despedir el año viejo, muchos de nuestros conciudadanos (¿mayoría?) sentiremos renacer esperanzas y haremos planes, propósitos de enmienda, actos de contrición religiosos y no tanto, compromisos autoimpuestos de hacer realidad aquella idea que acariciamos por largo tiempo, de índole familiar, afectiva, laboral o económica, y hasta en la vida académica. En fin, después de haber logrado sobrevivir airosos los “sacrificios” de la última noche del año, sea por abundancia exagerada o por escasez suprema, en los primeros días del nuevo año suele ocurrir una especie de mágico renacer de la esperanza tanto personal como de los demás. Tradicionalmente, llenos de optimismo, deseamos a nuestros relacionados “un feliz nuevo año” y no creo que sea por un ejercicio generalizado de demagogia ni de ingenuidad. Aunque muchos no lo expresen, en ese deseo por la felicidad de los otros va implícita la esperanza de que también nosotros tendremos un año mejor. Después de todo, ciertamente, “la esperanza es lo último que se pierde”.
Comencemos entonces el año con buenos deseos y esperanza de que algunos de ellos puedan hacerse realidad. Pero seamos moderados, para evitar frustraciones. Por ejemplo, podemos desear que por fin se den pasos firmes para la reestructuración de nuestro sistema de servicios de salud, públicos y privados y de la seguridad social. Que se fortalezca, en serio, el Primer Nivel de Atención Integral, con un enfoque de promoción, prevención y atención integral, familiar y comunitario y con servicios para todo el ciclo de la vida y con buena capacidad resolutiva y articulación con redes de servicios de mayor complejidad. Que tengamos, por fin, un expediente clínico único, propiedad del paciente y se termine la práctica de repetir estudios y exámenes, innecesariamente, sin piedad con nuestros bolsillos y nuestro tiempo. Que la participación ciudadana en las decisiones, monitoreo y evaluación, sea realidad, a todos los niveles; y que la enfermedad de un pariente ya no significará la ruina del presupuesto familiar o la desgracia de su agravamiento por deficiente atención. ¿Qué tal si deseamos que la elevada mortalidad materna deje de ser una vergüenza? Podríamos desear también que nuestro sistema de pensiones brinde más protección y beneficios a los adultos mayores que a los administradores.
Tal vez podríamos desear que la inversión pública en salud por fin se acerque, aunque sea un poquito, para no escandalizar a quienes se oponen, a la meta del 5% del PIB demandada por nuestros movimientos sociales. También podríamos desear que nuestro Congreso logré al fin concluir la esperada reforma y actualización del marco legal de salud y seguridad social (Ley 87-01 y Ley 42-01), y que el fuerte rugido de esta montaña no nos frustre por concluir pariendo un ratoncito.
Posiblemente los más atrevidos podrían desear que los terroríficos accidentes de tránsito desciendan y que las motocicletas sean un medio de transporte, más que de producción de jóvenes fallecidos o con discapacidades permanentes, además de fuente de indignación para los peatones y conductores que intentan respetar las normativas de tránsito.
¿Qué les parece si deseamos que nos unamos, en un pacto nacional por la salud y calidad de la vida, más allá de nuestras diferencias, con metas realistas ambiciosas, consensuadas entre el estado y la sociedad, incluidas las organizaciones de ciudadanos como actor destacado (no solo los poderosos), para dar pasos de gigante que reduzcan nuestra prolongada deuda social? Y ¿qué tal si desmentimos a Monterroso y cuando despertamos de este sueño ese dinosaurio ya no estará allí? Soñar no cuesta nada y la esperanza, como queda dicho, es lo último que se pierde. Para nuestros amables y pacientes lectores: ¡Que podamos soñar y trabajar juntos para hacer realidad los sueños! ¡Felicidad en el año 2023!