La semana pasada, mientras el presidente Luis Abinader se encontraba en la ciudad de Nueva York para dar su discurso en la 78 Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio una visita a la Universidad de Columbia para propiciar un intercambio con jóvenes estudiantes, que ante los ojos y la lógica sensatez de cualquiera, era una oportunidad bonita para que los muchachos preguntaran y dejaran al presidente hablar, contar su experiencia y sus puntos de vista.

En lo que se suponía era un escenario de respeto, democracia y libertad, se dio un desplante por parte de una muchachita, que no puede ser visto más que como irreverente, falta de respeto, infantil y de la ausencia plena de modales o educación. Sobre ese episodio prefiero ni reparar y mucho menos insistir con lo que a todas luces fue una postura evidentemente ensayada, premeditada y divorciado en su totalidad del ánimo del debate.

En lo que sí quiero insistir es en la cátedra de altura, educación y madurez que demostró el presidente Abinader y en cómo un desplante mal intencionado terminó causando el efecto contrario y despertando el sentimiento de orgullo y patria de los dominicanos. Política o afiliación partidista aparte, estamos de acuerdo en que aquello, por parte de la estudiante, fue un irrespeto mayúsculo.

Al presidente le tocó responder a una provocación premeditada, planificada y mal actuada; y su respuesta fue en control de sí, con mesura y sobre todo con mucha propiedad, ofreció los números y respondió incluso a la comparación con los Estados Unidos, con la certeza de un mandatario que maneja, está al tanto y da seguimiento los temas de su país.

¿Lo mejor? El presidente no se dejó desestabilizar ni descendió un ápice de la decencia y la ecuanimidad que le distinguen, ni del nivel que le impone la dignidad de su cargo. Yo como dominicana en ese momento me sentí orgullosa. Ni siquiera me permití cargar con la vergüenza ajena por aquel desplante.

Hay que reconocer que la nueva política tiene un sentido distinto, esa que se hace con altura, con decencia, bajo el nivel de respeto hacia uno mismo, que propicia el debate sano y con fundamento, ha obligado a elevar el sentido a los actores políticos y al voto. Además, refuerza mi convicción de que si hay algo que queda para toda la vida y hablará bien de nosotros, siempre será la educación y el trato. Sobre todo aquella educación que se aprende en casa y viene del núcleo familiar.

Es bueno verse ante estas situaciones de infantilismo desmedido que despiertan el rechazo y desprecio por su forma, para uno ver con toda claridad aquello que uno no quiere ser y mucho menos en lo que se conviertan nuestros hijos. Así que si algo toca agradecerla a la jovencita es, primero, que confirmó una vez más que la patria es esa familia grande a la que uno no le permite a los de afuera que la laceren; y segundo, es el ejemplo vivo de aquella persona en la que, por lo menos a mí, no me gustaría convertirme y mucho menos ganar una falsa e insostenible notoriedad por ser aquella que le faltó el respeto a un presidente.

Hoy más que nunca hay que esforzarse en criar muchachos educados, de buen trato y de altísima inteligencia emocional. Y cuando hablo de educación no me refiero solo a la escuela ni a los libros, hablo de aquella que habla de las formas y las actitudes, la que se cultiva con afecto, porque el buen trato y las formas hablan tan fuerte como las acciones.