En agosto pasado comenzó el vertido al Océano Pacífico de las aguas contaminadas/tratadas de la central nuclear japonesa de Fukushima. Fue solo un primer buche, equivalente a tres piscinas olímpicas, de un total de 500 piscinas. Está previsto que la descarga gradual concluya en 30 años.
Ocurre que en su apremio por apagar los reactores de la central nuclear, luego del accidente causado por el terremoto y el tsunami de marzo del 2011, Japón les arrojó cantidades de aguas de mar, que una vez contaminadas, fueron almacenadas en grandes tanques.
Ahora, una vez “tratadas”, esas aguas se vuelven a verter al mar, con el aval de la Organización Internacional de Energía Atómica de Naciones Unidas.
Países próximos al vertido, como China, no ocultan su disgusto. Dudan de la seguridad en la descontaminación pregonada. Temen particularmente a los altos niveles de tritio (isótopo radiactivo del hidrógeno) que, afirman los entendidos, el “tratamiento” solo ha morigerado. De ahí que considerar insignificantes los posibles efectos nocivos del vertido, para la vida en los mares y los humanos, es una ligereza supina.
Sorprende que la OIEA diera el placed para los vertidos, a sabiendas de que los mismos entrañan una violación de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar, 1982), sección 5 (Arts. 207 y ss).
En el artículo 210/1, la Convemar muestra muy concretamente el compromiso de los Estados signatarios, a dictar leyes y reglamentos para “prevenir, reducir y controlar la contaminación del medio ambiente marino por vertimiento”.
Desgraciadamente, para muchos, ello no cuenta. Después de todo -razonarían-, eso de los mares como patrimonio de la humanidad fue ocurrencia rebelde de un expresidiario holandés del siglo XVII, Hugo Grocio, que se atrevió a desafiar nada menos que la bula Inter coetera (1493), del vice Cristo Alejandro VI ¿Cómo escapó con vida?
Procede pues apaciguar y encubrir con el silencio el peligro de la descarga. A fin de cuentas, una dosis de agua emponzoñada por el tritio, no viene nada mal a la “jungla”.
Obvio: si el riesgo de la contaminación apuntara a todos los países por igual, otro sería el tipómetro. Es la vigencia infamante del doble rasero a la hora de juzgar conflictos internacionales.
A propósito, piénsese en la sesuda taxonomía (“jardín” y “jungla”) del Alto (muy alto) Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Políticas de Seguridad, y vicepresidente de la Comisión Europea, Su Excelencia Josep Borrell….
Japón es un país afín al “jardín”. Se advierte que si el vaciado fuese obra de un país de la “jungla”, como China o Irán, por ejemplo, el escándalo no solo sería ensordecedor; también habría sanciones por la violación flagrante de la Convemar; pacto que, por cierto, en más de 40 años USA se ha negado a ratificar ¿Prefiere un mar sin reglas internacionales, o trata de imponer las suyas?
Si la descontaminación de las aguas de Fukushima es segura, confiable, como sostienen Japón y sus relacionados, ¿por qué no las usa el mismo Japón que las produjo? ¿Por qué poner en riesgo el mar de todos? ¿Por qué una duración de 30 años en verter aguas sanas al océano? No embona.
Es la desigualdad de siempre. Mientras la central atómica estuvo funcionando, el beneficio era de un Japón del primer mundo; pero a la hora de pagar los platos rotos, los sin culpa y sin beneficio estamos expuestos a las consecuencias dañinas de sus actos.