En un sentido esencial y originario la condición humana es una condición apátrida. Si atendemos al relato bíblico judeocristiano, por su desobediencia, con el padre Adán todos fuimos expulsados del paraíso. El paraíso era la patria, el hogar fundado y destinado por el Padre para sus hijos, antes de la falta de nuestros ancestros. El hombre arrastra al nacer esta falta original, la de los padres desobedientes. Nacimos con la inclinación al pecado. Por el pecado perdimos la inocencia y el bien de nuestra primera y verdadera felicidad: perdimos la gracia. La expulsión del paraíso y el exilio resultante marcan, pues, nuestra experiencia esencial: la pérdida de la patria y la errancia por el mundo. Pero esta pérdida y esta errancia no son solo exteriores: son también profundamente íntimas. La patria es el paraíso perdido. La redención cristiana viene a liberarnos del pecado y de su paga, que es la muerte eterna. Es el paraíso recuperado.

De ahí que la apatridia no solo sea un estatuto jurídico sino sobre todo una condición óntica del ser humano. Un pensador esencial del siglo XX, Martin Heidegger, ha pensado el problema de la patria en su relación con el ser y la verdad. En su “Carta sobre el humanismo” habla de la apatricidad en sentido ontológico: “La esencia de la patria ha sido nombrada con la intención de pensar la apatricidad o desterramiento del hombre moderno desde la esencia de la historia del ser”. Nietzsche fue el último en experimentar tal desterramiento. Nietzsche, igual que Marx, invirtió la metafísica. En ambos la inversión de la metafísica pertenece a la historia de la verdad del ser. Ambos pensaron la condición del hombre moderno desde enfoques distintos: uno desde el desterramiento, el otro desde el extrañamiento. Marx reconoció la alienación moderna, entendida básicamente como alienación del trabajador, del productor, por el producto de su trabajo, que se le vuelve extraño y hostil. En Marx, la alienación tiene un carácter más concreto, un sentido histórico-social, no especulativo, como en Hegel. La observación de Heidegger sirve para repensar la condición del sujeto en la llamada tardomodernidad.

José Pelletier – Cédula del mar

Así, lo que se revela tanto desde el relato judeocristiano como desde la filosofía existencial es una verdad universal: todos somos apátridas de origen, pues todos fuimos desterrados del paraíso y arrojados al mundo. No hemos elegido nacer, la vida nos ha sido dada como un bien o impuesta como una carga o un destino. Tampoco hemos escogido el país donde hemos nacido. Venturosa o fatalmente pertenecemos a un territorio geográfico y político, y a eso le llamamos patria. La relación particular con ese espacio de origen llamado patria define una parte vital de nuestro ser y perfila nuestra propia identidad. Pero ella no es sino una construcción. No es una esencia inalterable, algo dado de una vez por todas, sino más bien un proceso, algo que se construye a partir de momentos y contextos. Toda identidad supone también una diferencia. Esto es: un límite y una apertura. Baudelaire ha revelado esa permanente dualidad que nos constituye: el poder de ser y de no ser, de ser a la vez uno mismo y otro. La identidad es una ilusión con apariencia de realidad: la ilusión de ser uno mismo. Pero no siempre somos los mismos. En realidad, somos y no somos.

La apatridia no solo es carencia de nacionalidad en sentido estricto, sino también ruptura de vínculos con una entidad nacional. Ella se revela esencialmente como destierro existencial y desarraigo espiritual, como pérdida del sentido de pertenencia y del vínculo afectivo con una comunidad cultural y jurídico-política, vitales para construir una identidad. El apátrida es más que alguien que no tiene identidad nacional. Desgarrado y descentrado, agoniza en una tensión permanente entre identidad y desidentidad. Lo identitario en él es una dolorosa ausencia, aquello que le desidentifica. Lo que le constituye como tal es propiamente esta carencia. Pues su no pertenencia a un Estado-nación (jurídica, pero también psíquica y cultural) le convierte en un extraño sin lugar en el mundo: un paria, un outsider. Este sentimiento doloroso de no pertenecer a ninguna parte, este sentirse de ningún lado es su verdadera seña de identidad. Viviendo en soledad y desamparo óntico, representa un caso extremo del ser arrojado al mundo. Todos hemos sido arrojados al mundo, pero ninguno ha sido más arrojado que el apátrida. Al margen de toda humanidad, paradójicamente, el apátrida es el más humano de los humanos.

La condición apátrida traduce una condición universal del ser humano que involucra la cuestión de la otredad. La condición de ser otro supone también el hecho de conocer y reconocer al otro en su diversidad humana y cultural. Porque el otro, distinto a mí, me completa y me complementa. Sin el otro, no puedo ser yo mismo. No es sino desde la otredad como nos miramos y nos leemos mutuamente: miramos y leemos nuestras propias alteridades y las alteridades del otro. Pero el otro no es un significante vacío. El otro son “los otros”, personas, grupos, minorías étnicas, lingüísticas y religiosas sin patria o sin Estado; el otro son los refugiados y exiliados, los desplazados internos, los inmigrantes en Europa o América, todos aquellos que por diversos motivos –pobreza, crisis económica, represión política, guerras, hambruna, desastres naturales- han tenido que abandonar su país de origen o desplazarse al interior, perdiendo sus bienes y viviendas, pero cargando aún consigo su cultura y sus valores.

Revelando una forma extrema de estar en el mundo, la apatridia es un estatuto intolerable que condena a millones de personas a vivir fuera de sus más elementales derechos. Todo ser humano, todo ciudadano es sujeto de derechos. Pero los derechos por humanidad preceden a los derechos por ciudadanía. Toda persona tiene derecho a una patria, a una nacionalidad; derecho a pertenecer a un país, una sociedad y una cultura; derecho a circular y expresarse libremente, y a sentirse parte de una entidad colectiva que le protege y le garantiza su vida. La condición apátrida sólo puede ser favorable para unos pocos espíritus, tan lúcidos como anómalos, capaces de transmutarla en un acto de creación o de pensamiento. Sin embargo, no es lícito mistificar esta condición sólo por haber dado lugar a grandes obras literarias y artísticas. Para quienes la padecen y la sufren, es una afrenta y una condena; para los demás, un desafío al derecho internacional y un problema global que sólo puede ser resuelto por las leyes y las políticas de nacionalidad concretas de las naciones, grandes y pequeñas. Allí donde la filosofía promueve su reflexión humanística, la política debe entrar en acción.

Ninguna patria celebra a sus apátridas, ha escrito con acierto el dramaturgo argentino Rafael Spregelburd. Un mundo lleno de apátridas es un oprobioso mundo de excluidos y desterrados. La apatridia es una situación-límite que denuncia una grave injusticia: la exclusión radical del otro. Hay una mirada victimizante del apátrida como intruso, persona non grata, invasor pacífico. Es la mirada excluyente del poder. Pero también hay otra mirada, comprensiva e incluyente, del sujeto sin patria como víctima de las distintas políticas de la historia y del Estado, que son políticas de opresión. Reconocer la cuestión de la apatridia es reconocer también la alteridad, fuera de la cual no es posible construir ni una verdadera identidad, ni una convivencia civilizada, ni una sociedad incluyente. Pues el otro sin patria es ese ser innominado que miro como distinto a mí, pero que también me mira y no deja de mirarme desde su no-lugar, desde su estar fuera de todo centro, desde su humanitas deshumanizada, desgarrada y desarraigada que traduce la huella de su desterramiento y su errancia.

José Pelletier – Apatridia