En la entrega anterior abordamos el tema desde la perspectiva de la psicología cognitiva tomando como referencia el trabajo de Dupuy Neset (2020)[1] La psicología cognitiva de la corrupción. Explicaciones del comportamiento no ético a nivel micro. Las autoras organizaban los estudios a partir de cinco ámbitos: el poder, el beneficio personal y autocontrol, la aversión a la pérdida y aceptación del riesgo, la racionalización y las emociones. Esta vez expongo el tema desde la perspectiva de la psicología social y desde el enfoque psicosocial a partir del trabajo de Martín Julián y Tomas Bonavia, ambos de la Universidad de Valencia, España, con el título Aproximaciones Psicosociales a la Corrupción: una revisión teórica (2017)[2], por considerarlo muy interesante al respecto.
Al escribir sobre el asunto no me mueve tan solo una razón académica, que de por sí valoro pues eso es lo que soy, sino la del ciudadano que ha vivido una relativa larga vida comprometido con la esperanza de que es posible un mejor país y, por tanto, preocupado por los grandes problemas que nos embargan, de manera particular, el de la corrupción.
El trabajo de Julián y Bonavia analizan el tema desde dos contextos sociales distintos: el anglófono y el latinoamericano. En el primero, destacan cinco enfoques: la influencia del comportamiento de los iguales y las normas sociales, la percepción del riesgo, el papel de las emociones, la ética comportamental y la relación de la corrupción con el poder. En el segundo, desde la influencia de las estructuras supraindividuales y los valores éticos, y las instituciones, en la conducta de los individuos. Reitero, es la mirada de los autores referidos.
Desde el inicio del trabajo señalan la complejidad del tema considerándolo “un fenómeno multifacético y difícil de aprehender por su propia naturaleza, ya que adopta diversas formas y funciones dependiendo del contexto en el que se desarrolla”. Así describen las formas diversas como el fenómeno se manifiesta: soborno; malversación o desviación de fondos públicos; fraude, engaño o estafa; extorsión para la coerción, violencia y amenaza; y el favoritismo.
Resaltan también tres rasgos que consideran característicos del comportamiento corrupto, y que en la entrega pasada también aparecen identificados desde la perspectiva de la psicología cognitiva, estos son: una relación de confianza y reciprocidad entre los implicados; las consecuencias negativas para terceros; y una actividad inherentemente de riesgo ante la posibilidad de ser castigados.
El día que en nuestro país se haga un estudio del costo social real de la corrupción en el ámbito público, o incluso privado, quizás estaremos ante un teatro espeluznante.
La perspectiva anglófona:
El comportamiento de los iguales y las normas sociales: desde este enfoque los autores hacen alusión a los estudios de Gino & Bazerman (2009) y Gino & Galinsky (2012) en los cuales se ha puesto en evidencia el peso que tiene la proximidad psicológica con personas deshonestas y la tendencia a asumir tales comportamientos; y aún más, el que tales actos son generalizados cuando los criterios éticos son erosionados, lo que llaman “el efecto de la pendiente resbaladiza”. Es decir, la corrupción termina institucionalizándose, pues se constituye en la norma del grupo, lo que hará más difícil en el futuro su erradicación. Al respecto Mishra (2006) habla entonces de la “omnipresencia” y la “persistencia” del comportamiento corrupto. En esos contextos, señalan los autores, “las políticas e incentivos contra la corrupción pierden toda su eficacia”. Y es que, como evidencian los estudios de Gino, Ayal y Ariely (2009), el comportamiento deshonesto influye directamente en la ética de los demás de varias maneras: la no penalización del comportamiento corrupto aumenta su probabilidad en los demás; además de los “espectadores de los actos corruptos no sancionados” terminan evaluando sus propios criterios éticos de manera rígida, llevándolos a la flexibilización; y, en tercer lugar, según Kallgren, Reno & Cialdini (2000) la exposición a la conducta deshonesta puede conducir al “replanteamiento” de las normas sociales vinculadas con la deshonestidad. En esa perspectiva ya en el 1990 Cialdini, Reno & Kallgren, habían propuesto la “teoría centrada en la norma” en la que se plantea que el contexto social determinará cuál norma (descriptiva y prescriptiva) asumirá la persona en un momento determinado. Mientras las descriptiva especifican qué es lo que la mayoría hace en un momento determinado, las prescriptivas en cambio, aclararán lo que es o no aprobado o desaprobado. Ya nos podríamos imaginar el efecto generalizador del comportamiento corrupto en estos contextos.
La percepción del riesgo: Este es un tema interesante también, pues nos coloca ante el efecto que tienen las continuas situaciones de transacciones corruptas entre quien soborna y es sobornado, en la percepción del riesgo (Abbink et al, 2002). El comportamiento estará condicionado a dicha percepción, por supuesto. Los estudios de Frederick (2005), Kahneman & Tversky (1973), Tversky & Kahneman (1983) cómo puede llegarse a distorsionarse la percepción del riesgo de ser descubierto; lo que lleva a Kahneman (2011) a afirmar el efecto de la experiencia en la subestimación del riesgo; se reconoce, sin embargo, que no todo el mundo está sometido a tales situaciones. El estudio de Djawadi y Fahr (2013) pone una nota un tanto compleja, pues llegan a la conclusión de que el acto corrupto está más influido por la percepción del riesgo que incluso la actitud hacia el mismo. El problema se agrava, según los investigadores, por el historial previo de conductas corruptas no detectadas ni sancionadas, en su percepción del riesgo. Es decir, esas pequeñas acciones corruptas que suelen enjuiciarse como “nimiedades”.
El papel de las emociones: Smith-Crowe y Warren (2014) plantean el modelo de la corrupción colectiva a través de la emoción evocada para analizar el papel de las emociones en el comportamiento corrupto. Basándose en una sería de investigaciones previas ellos llegan a establecer que a pesar de que las violaciones a reglas formales e informales, dentro de las organizaciones, puedan generar “ambigüedad moral”, “sentimientos de culpa o vergüenza”, etc., también pueden ocurrir cambios en la manera de sentir y pensar para estar en “sintonía” con los actos corruptos y, de esa manera, potenciar la espiral de conductas corruptas dentro de la organización. Reconocen, sin embargo, que no todas las personas presentarán el mismo comportamiento, por supuesto. Los trabajos de Tajfel (1982) y Tajfel & Turner (1986) que los llevan a plantear la teoría de la identidad social, lleva a considerar el efecto de esta identidad intragrupal en aquellas organizaciones donde son predominantes las prácticas corruptas.
Ética comportamental: Se señala, como es el caso de Soreide (2014), que las personas “somos extremadamente buenos para racionalizar actos poco éticos si somos beneficiados por ello”. En ese marco se ha estudiado el efecto cuando una persona honesta se comporta de manera deshonesta. Y es que esto conduce a un tema más complejo aún, “que personas que se ven a sí mismas como honestas e íntegras pueden participar en actos corruptos sin ver alterado su autoconcepto”. Mazar & Ariely (2008) argumentan que estas personas recurren a mecanismos diversos a fin de “cuadrar sus principios éticos” para reducir la disonancia cognitiva que les produce su violación, generando un “rango” a conveniencia y así mantener su autoconcepto. (Algunos dirían: “total, eso no es nada”, “es apenas una tontería”). De esa manera, esos actos deshonestos “no harán mella en el autoconcepto y no serán etiquetados de manera negativa”. Por supuesto, aumenta la probabilidad de que sean cometidos actos deshonestos. Una explicación interesante, al respecto, ofrecida por Welsh, Ordoñez, Snyder & Christian (2015) es lo que llaman la pendiente resbaladiza de las conductas deshonestas, que significa que de cosas insignificantes se termina cometiendo actos de mayor envergadura en el futuro. Se argumenta (Mazar et al, 2008) que para esas personas resultaría imposible aceptar actos deshonestos de gran envergadura y sobre todo si son abruptos, pero no así en un proceso gradual. Otro de los hallazgos importantes en ese aspecto es la llamada “autojustificación de las conductas deshonestas”, que aparece también como manera de disminuir la amenaza al autoconcepto. Entre los argumentos que se utilizan se encuentran: la ambigüedad, por la imprecisión de las normas o reglas (Schweitzer & Hsee, 2002); el altruismo, al percibir que tal violación se justifica por el beneficio propio y ajeno que acarrean las consecuencias de sus actos (Erat & Gneezy, 2012); hasta la licencia moral que se atribuyen por su historial moral anterior (Mazar & Zhong, 2010). Otros investigadores han encontrado un sinnúmero de argumentos con los cuales se justifica el acto delictivo: refugiarse en directrices religiosas (Monin & Miller, 2001); mediante la confesión, con la cual disminuyen la culpa (Peer, Acquisti & Shalvi, 2014); tomar distancia de otros corruptos con el fin de verse así mismo de manera más positiva (Barkan, Ayal, Gino & Ariely, 2012). Y más curioso todavía es percibir el acto corrupto como una norma social más que como una conducta deshonesta (Harris, Herrmann, Kontoleon & Newton, 2015). Como dicen los jóvenes de 8º grado en los estudios de educación cívica y ciudadana: “a usted lo nombran en un cargo para que pueda aprovecharse de él, y si no lo hace, es un tonto”.
El poder: Para los investigadores anglosajones, el tema del poder se muestra un tanto contradictorio al relacionarlo con la corrupción, y de esta manera, hacen una serie de precisiones con respecto al concepto de poder. Keltner, Gruenfeld y Anderson (2003) entienden el poder como la capacidad relativa de un individuo para modificar el estado de otras personas a través de la provisión o negación de recursos o la administración de castigos. Por otra parte, un importante grupo de investigadores señalan que “tener poder no solo implica una oportunidad para incrementar el beneficio personal, sino que también ofrece una oportunidad para utilizarlo en beneficio de los demás (Chen, Lee-Chai & Bargh, 2001; Sassenberg, Ellemers & Scheepers, 2012; Sassenberg, Ellemers, Scheepers & Scholl, 2014; Scheepers, Ellemers & Sassenberg, 2013; Torelli & Shavitt, 2010; Zhong, Magee, Maddux & Galinsky, 2006). Otros, en cambio, argumentan la creencia generalizada de que el poder corrompe y de que quienes lo sustentan solo miran por su propio interés (Fiske, 1993; Galinsky, Gruenfeld & Magee, 2003; Keltner et al., 2003); como incluso aquellos que señalan la idea de que también puede ser un instrumento para promover conductas a favor de la sociedad. Concretamente, se ha hallado una relación entre tener la sensación de sustentar altos niveles de poder y la capacidad para entender a los demás (Russell & Fiske, 2010), promover la empatía (Hall, Murphy & Mast, 2006) y un aumento de la sensibilidad interpersonal (Schmid, Jonas & Hall, 2009). De ahí que, según Martín Julián y Tomas Bonavia, autores del texto analizado, “el impacto del poder en la corrupción no solo estaría mediado por la capacidad de poder per se, sino por la intención con la que se lo utiliza. Desde esa perspectiva, lo que según Wang y Sun (2016) llaman la concepción del poder personalista, que quienes la asumen estarán más sesgados hacia propósitos e intereses que los beneficien, a diferencia de la visión socializadora del poder, que los llevará a ser más propensos al beneficio de los demás.
Como señaláramos al principio, Martín Julián y Tomas Bonavia, también asumieron la tarea de revisar los estudios de la corrupción desde lo que ellos llaman los modelos latinoamericanos, agrupándolos en dos perspectivas y que presentamos a continuación:
La corrupción como un problema ético: En esta perspectiva se contraponen dos lógicas éticas social y culturalmente estructuradas: la primera que tiene que ver con el aseguramiento de la supervivencia del grupo, la familia o la tribu; y la segunda, que hace referencia a un nuevo tipo ética en que la primera no tiene cabida, y según la cual quienes administran la “cosa pública” deben velar por el interés general de la población. De esa manera, se aprecian dos tendencias en la población al momento de juzgar los actos deshonestos: mientras unos argumentan el interés general por encima del tribal, otros, en cambio se muestran tolerantes a la corrupción desde los códigos tribales (López-López et al., 2016). Los autores antes señalados encontraron que la identificación con un determinado grupo social o político modifica las percepciones que se tengan acerca de la corrupción. En palabras dominicanas, “cada uno tiene sus corruptos preferidos”. Díaz (2003) y Diego (2012), señalan que la razón que explica estos actos delictivos se encuentra en las deficiencias en los valores éticos de la sociedad. El primero enfatiza la falta de desarrollo moral y ético, mientras el segundo a la falta de políticas de prevención que promuevan la integridad en el sistema público, además de un enfoque parcial por el uso exclusivo del control y la sanción. Salgado (2004) pone el énfasis en la pérdida de los lazos de solidaridad entre los ciudadanos y el reemplazo por un sistema utilitarista. Esto último, señala el investigador, aunado al culto de la viveza, ha generado un debilitamiento del sentido de lo público; de esa manera, la complacencia, la tolerancia y la resignación ante la corrupción, predominan sobre un amplio sector de la población.
La corrupción estructural: Sandoval (2016) señala la delgada línea entre el Estado y el sector privado, como una de las causas posibles de las prácticas corruptas. Según él, en esa corrupción estructural, predominan el abuso, la impunidad y la apropiación indebida de los recursos ciudadanos; además del vacío en la regulación de los abusos de poder. En este sentido, tres aspectos son fundamentales: 1) la dominación social basada en las diferencias de poder; 2) la impunidad en las altas esferas del poder, y 3) la exclusión de los ciudadanos de los mecanismos de participación democráticos. Otros estudios ponen de relieve que el problema de la corrupción también se manifiesta en la esfera de lo privado (Vicuña et al., 2006 y Boniolo, 2010). De esta manera, señalan que la corrupción se ha hecho parte de las instituciones, trayendo como consecuencia, el menoscabo de la estructura social y mermando la percepción favorable de los ciudadanos sobre sus instituciones estatales. Recordemos los resultados presentados en la entrega anterior de los dos estudios de educación cívica y ciudadanía (2009 y 2016) realizado con estudiantes de 8º de primaria y la encuesta mundial de valores. Estos estudios aparecen en la página web del IDEICE.
Definitivamente que en el tema de la corrupción inciden múltiples factores, unos propios de los sujetos, otros de los entornos sociales y culturales, como del vínculo entre ambas esferas. Sin ser un comportamiento exclusivo en el sector público, lo que sí es cierto que la corrupción tendrá un gran peso en el desarrollo de políticas públicas que redunden en beneficio de las poblaciones.
En harás del desarrollo de políticas más efectivas de prevención y control de la corrupción, se hace necesario seguir su estudio en diferentes contextos de la vida nacional. Es un gran reto que los académicos y universidades deberían emprender.
No debemos dejarnos seducir por la anomia, como tampoco por la indefensión o la desesperanza aprendida. Es necesario que, desde todos los espacios posibles, construyamos esperanzas y hagamos que un nuevo país y una nueva nación florezcan.
[1] Dupuy, K. y Neset, S. (2020). La psicología cognitiva de la corrupción. Explicaciones del comportamiento no ético a nivel micro. CMI Chr. Michelsen Institute. Recuperado en la-psicologa-cognitiva-de-la-corrupcion.pdf (u4.no)
[2] Recuperado en 0121-5469-rcps-26-02-00231.pdf (scielo.org.co)