Conflictos y divisiones internas. Las cuatro décadas de neoliberalismo agudizaron las desigualdades económicas y ahora están propiciando conflictos internos en casi todas las sociedades. Tal situación, en conjunción con las fuertes corrientes migratorias y el surgimiento y expansión de movimientos de odio racial, discriminación al inmigrante y conflictos entre grupos étnicos, se constituyen en amenazas para el crecimiento de la economía a largo plazo.
Históricamente, las creencias religiosas, las diferencias raciales y las fronteras se han unido a los intereses económicos para generar conflictos y guerras, tanto entre países como entre los individuos de un mismo país. También históricamente, las religiones cristianas han sido las más beligerantes (más ahora en que la secta de mayor crecimiento es la evangélica), suplantadas o acompañadas en el último siglo por el judaísmo y el islamismo.
En contraste, entre las religiones budista, hinduista, taoísta y otras de raíz oriental ha primado más la convivencia. No extraña que hace más de mil años los chinos inventaran la pólvora intentando encontrar una fórmula para alargar la vida, pero fueron los occidentales quienes la perfeccionaron como instrumento de muerte.
En términos de convivencia interna, Estados Unidos va a confrontar los mayores problemas. Ya la sociedad ha llegado a grados de polarización tales que resulta difícil alcanzar consensos básicos sobre los imperativos globales, así como sobre las políticas macroeconómicas y sociales, hasta el punto de que hasta las instituciones democráticas se están erosionando.
Hay otro aspecto que podría afectar negativamente el crecimiento económico de ese país, y es la gran enfermedad social derivada de las drogas; las mismas se convierten, no solo en causas de muertes y problemas de salud pública, sino de desarrollo productivo. Desde hace mucho tiempo ese país ha desencadenado una guerra contra las drogas, pero en que, mientras ellos ponen el mercado, los muertos y los presos los ha puesto América Latina. En algún momento tendrán que librarla en su propio territorio.
La desigualdad económica también ha crecido en China, con una notable brecha social y entre zonas geográficas, que tenderá a generar resentimientos y tensiones sociales y políticas, así como limitar el potencial de crecimiento sostenible.
En la época moderna, China no conoce de guerras internas, como sí las ha tenido los Estados Unidos y muy particularmente Europa, basadas en odio racial y discriminación o factores religiosos. De todas maneras, es previsible que se irá desarrollando un movimiento cada vez mayor por apertura política y derechos ciudadanos.
En ese aspecto se venía avanzando después de la muerte de Mao Zedong, y a China le había estado yendo muy bien con la alternabilidad en el mando: se elegía un presidente por cinco años, con posibilidad de una reelección, pero en ningún caso un dirigente podía estar en el poder por más de diez años; lamentablemente eso cambió con Xi jinping, y los latinoamericanos conocemos muy bien de los peligros que encierra el continuismo indefinido en el mando.
Es bueno resaltar que en la mente de los chinos nunca ha estado la idea de construir una sociedad parecida a la de los Estados Unidos. Más bien su aspiración es llegar a ser como Singapur, pero grande: altos niveles de productividad e ingresos, dentro de una férrea disciplina social. Naturalmente, la libertad es un valor social por el cual vale la pena luchar, y es difícil pensar que el pueblo chino no luchará por ello.
Por otro lado, existen grupos étnicos de diversa índole, algunos de los cuales se resisten a la integración, parcialmente estimulados por la intervención y la propaganda occidental, especialmente los Estados Unidos, interesados más que nunca en acrecentar las divisiones al interior de China para debilitarla.
Hasta tal punto que, paradójicamente, mientras los musulmanes suelen constituir el objeto del odio y la discriminación en occidente, provocando incluso destructivas guerras, los que hay en China son objeto de la lisonja y las declaraciones de amor por occidente. Es el caso de la minoría hui y uigur de la región de Xinjiang.
Finalmente, en la India, el crecimiento económico también enfrenta varios obstáculos a largo plazo que pueden afectar su capacidad para mantener tasas de crecimiento elevadas en el futuro. El principal es que se trata de un país con altos niveles de pobreza y desigualdad, lo que puede socavar la cohesión social y limitar el potencial de progreso.
Para superar tal panorama, enfrenta obstáculos de consideración, derivados de las trabas a la integración social por el sistema de castas. Aunque legalmente estas ya no existen, e incluso se ha establecido una discriminación positiva que obliga a incorporar cuotas de las castas inferiores en escuelas, universidades y en acceso a empleos y servicios públicos, esto es más teórico que real, pues la discriminación está entronizada en la cultura y la estructura social de esa sociedad.
Antes de la colonización por parte de los imperios europeos, era habitual la convivencia entre múltiples religiones, particularmente entre hinduistas y musulmanes, que son las mayoritarias, pero también con otras minoritarias como cristianos, sikhs, budistas y otras religiones locales tradicionales.
Sin embargo, los británicos promovieron divisiones entre ellas para poder mantener bajo control una nación tan grande, de lo cual, tras la independencia, surgieron Pakistán al oeste y Bangladés al este, como países separados de mayoría musulmana, dejando en el medio a la India propiamente tal, de mayoría hindú.
Tras la independencia, durante el primer medio siglo la India volvió a la convivencia, incluso en democracia, en que se respetaban los derechos de las minorías religiosas, pero desde hace algún tiempo, la mayoría hindú, bajo la conducción de Narendra Modi, ha establecido una autocracia que discrimina a grupos poblacionales de otras religiones y etnias.