En los discursos coloniales las referencias sobre los originarios y su resistencia se han encuadrado desde una perspectiva occidental. Fueron definidos como personas pacificas, débiles, holgazanas y tontas. Esta mirada franquea los siglos.
Que el mundo indiano colapsó por la presencia de los peninsulares. Que la conquista fue avasalladora frente a una mínima resistencia por parte de los pobladores de la isla. Esta es la narrativa enseñada por la historia oficial, la cual se apandilló con la matriz colonial.
La historiografía da por desaparecidos a los pueblos originarios. La causa de su desaparición se la imputan a las pandemias por el contacto con los peninsulares, suicidios, hambrunas y el mestizaje en general. Las matanzas, violaciones y torturas no se tocan. Forman parte de los tabúes sexuales de la historia dominicana.
Supuestamente la cultura de los aborígenes desapareció y la dominación hispánica fue el proyecto que se apoderó del territorio sin provocar ningún tipo de arañazo en la espalda de la corona. No obstante, hemos encontrado un sinnúmero de datos de las luchas y resistencia no pasiva de los pueblos originarios de la isla a través del tiempo.
A la historiografía se le olvida la muerte de los 39 hombres al mando del capitán Diego de Arana en el fuerte de la Navidad, quienes fueron eliminados por el cacique Caonabo. También borraron de la memoria los flechazos del Golfo de la Flecha. La justa guerra de Caonabo. Los macanazos con las palmas llena de espinas que rompieron cabezas, sacaron ojos y desgarraron espaldas, tales como la palma de Guaney (Zombia antillarum) y la palma de Catey (Bactris plumerian). Los envenenamientos masivos a la cuadrillas de soldados con la guáyiga (Zamia debilis) y la yuca amarga (Manihot esculenta) en los pozos de agua y los depósitos de comida de los peninsulares. El uso de plantas urticantes como el guao (Comocladia glabra) y el ají titi (Capsicum frutescens) para fabricar gas molotov y provocar nauseas, picazón en ojos y alergias en la piel para así desesperar a los castellanos por el prurito y atraparlos “en la bajadita”.
A la historia oficial se le olvidó que los originarios se conocían todos los caminos. Sacó de su memoria que la invención de la guerra de guerrillas en las montañas y montes fue la principal estrategia de Guarocuya. Se le borró la rebelión de Enrique Bejo (Enriquillo), un cacique cristianizado que le dobló la muñeca a la Corona. Olvidaron, por igual, la rebelión de Tamayo y de muchas otros.
Esta amnesia selectiva sigue pintando a los originarios de pacíficos y tontos.
Olvidó que el supuesto “pacificador”, Nicolás de Ovando, tuvo que ir en dos ocasiones a enfrentarse con los aborígenes higüeyanos porque no pudo con ellos. La fuerza de resistencia de los aborígenes de Higüey se quedó en los archivos de Indias.
También borraron, como por Alzheimer, que los originarios quemaron sembradíos para provocar hambruna a los peninsulares. La apuesta era a que murieran de inanición. Muchos lo encontraron flacos y acalorados dentro de sus fortalezas por el temor de ser agredidos por los indígenas. La explicación de la historiografía sólo resalta cómo esto provocó hambruna entre los originarios, olvidándose de que la agricultura no era su único medio para vivir. La alimentación se obtenía de la pesca, cacería y recolección. La guáyiga se daba silvestre y el pan de yuca duraba años después de preparado.
Mas los trastornos psicóticos de los historiadores no terminan ahí. Olvidaron los fuegos contra las fortalezas de los castellanos. Borraron la existencia en manos de los originarios de perros entrenados para no ladrar, por cuyas hembras se volvían locos los mastines europeos adiestrados para desbarrigar cuando estas entraban en celo. Cuestiones de la naturaleza canina, aunque estos señuelos eróticos no tendieron a reportarse a la corona. La imaginación historiográfica es buena para otras metáforas…
Se le olvida a la historiografía que los Dioses y Diosas indígenas fueron arrojados a lagunas especiales y escondidas en cuevas con el propósito de que no fueran destruidos por los frailes. De ello están claros los huaqueros modernos y la arqueología.
Esta amnesia selectiva sigue pintando a los originarios de pacíficos y tontos. Sin embargo, cuando los encadenaban ellos rompían las cadenas de hierro con arena e hilo de la cabuya (Furcraea hexapétala). Había que vigilarlos constantemente, pues tenían una gran habilidad para zafarse de los grilletes. Por eso preferían vigilar sus movimientos con los perros.
A esa historiografía se le olvidó reseñar que se tintaban de negro y atacaban las aldeas; ayudaban a los negros cimarrones; sacaban provecho de la comida y las enviaban a los fugitivos durante las noches. A esa historiografía se les olvidan las torturas a los violadores con espinas y sacada de ojos.
Se le olvida también el miedo de los europeos a las mujeres, quienes con sus simples cuchillos se vengaban de los violadores y asesinos de sus esposos o familiares. Se les olvidan los diferentes frentes donde salieron mujeres, niños y hombres para atacar a los castellanos. Por igual, olvida las puntas de flecha envenenadas con el Manzanillo (Metopium toxiferum),y que los proyectos de la mal llamada pacificación se negociaron en diferentes momentos, dado que los aborígenes se unían a los negros cimarrones o se alzaban, matando y aprovechando cualquier brecha para darle un tacazo a los castellanos que encontraban perdidos por los caminos.
Para instaurar su modelo tuvieron que negociar y esto sólo se pudo dar con un proceso de dejarles las tierras, perimirles reproducir su cultura y ampararse en la iglesia para poder darle continuidad al proyecto colonial. Se le olvidó que el aborigen preservó el culto a las piedras durante siglos; visitó sus cuevas y se impuso en las pozas de agua; toco su mayohucan en las montañas y continuó resistiendo en el bosque y lugares agrestes. A la historiografía se le olvidó la “parada del indio” y los muchachos que crecen resistiendo la opresión en los barrios y comunidades pobres.
A la historiografía se le olvidó que los campesinos de las montañas todavía resisten por la puesta en escena de la expropiación de la tierra y sus continuos fuegos en los cerros, lomas y parques nacionales, así como hacían los originarios para quemarles los sembradíos y heredades a los peninsulares. La historiografía dominicana padece un Alzheimer por el cual recuerda la narrativa de pacificación, la muerte del indio, triunfo del opresor, el trágico síncope de los vencidos y nada más.