En las turbulentas aguas del siglo XXI, la democracia se tambalea, víctima de una profunda desilusión que corroe sus cimientos. Un malestar palpable que se expande como una plaga, erosionando la confianza en las instituciones y sembrando la incertidumbre en el corazón de las sociedades.

Lejos de ser una simple percepción, la crisis de la democracia se manifiesta en síntomas alarmantes: el auge de populismos mesiánicos, la apatía política que ahoga la participación ciudadana y una polarización social que fragmenta el tejido social.

El Índice de Democracia Global de The Economist Intelligence Unit, como un frío forense, confirma la agonía: por sexto año consecutivo, la salud democrática se deteriora, dejando a solo un 45% de la población mundial viviendo en una democracia plena o defectuosa.

En Estados Unidos, la sombra de la violencia armada se cierne sobre una sociedad profundamente dividida. Los tiroteos masivos se multiplican, mientras líderes populistas como Donald Trump agitan las aguas turbulentas del descontento. En Europa, el fantasma del extremismo resurge, con partidos de extrema derecha que capitalizan el malestar en Francia, Italia y Hungría. Y en América Latina, la desconfianza en las instituciones estalla en protestas masivas, buscando alternativas fuera del sistema tradicional.

Las raíces de este malestar son complejas y multifacéticas. La desigualdad económica galopante, la crisis habitacional que expulsa a los ciudadanos de sus hogares, la crisis alimenticia nutricional, el deterioro del medio ambiente y los desafíos de una globalización deshumanizada han tejido una red de injusticia y frustración que aprisiona a amplios sectores de la población.

Cuando Greta Thunberg se dirige al escenario global de Davos, elaborando una oratoria conmovedora dirigida a esa asamblea de los ricos e influyentes, sus palabras resuenan con una veracidad innegable: "Ustedes nos han traicionados".

En su proclamación reside una verdad irrefutable; es nuestra generación la que ha orquestado esa traición. En nuestro legado, impartimos una desgarradora misiva a la posteridad: "Nuestra singular búsqueda de riqueza triunfa sobre todo. La inminente agitación que amenaza la era de generaciones futuras no despierta nuestra preocupación, ni tampoco el espectro del sufrimiento de esa generación". El antídoto contra esta apatía sistémica no está oculto en la oscuridad.

Fomentar la participación ciudadana, fortalecer las organizaciones sociales y de base, y promover el diálogo intercultural y la tolerancia son pasos necesarios para crear una sociedad más justa, equitativa y cohesionada.

Los cursos de acción necesarios para superar estos desafíos están dentro del ámbito de nuestro intelecto colectivo, pero permanecen latentes, sofocados por la inercia. El ímpetu por la acción colectiva ha sido notoriamente suplantado por una norma arraigada (el fervor individualista de la experiencia personal) disfrazada por una máscara de falsa libertad individual por encima de la supervivencia colectiva, que convierte las comodidades del status quo en una barrera insidiosa a la trascendencia necesaria para la salvación de las generaciones futuras.

La tecnología, espada de doble filo, también ha contribuido a la desilusión. Las redes sociales, si bien democratizan el acceso a la información y la participación política, también pueden generar aislamiento, apatía y desinformación. Las "burbujas de filtro", donde solo se confirman sesgos y creencias preexistentes, han fragmentado el debate público, debilitando la democracia y han llevado a una enorme parte de los ciudadanos a la inacción, a no pensar críticamente porque cuando entras a tu dispositivo electrónico el pintoresco mundo que vemos es “dopaminicamente” más placentero y consolador. ¡Esto último ya, ni lo advertimos!

Ante este panorama desolador, la acción urgente es imperativa. Reformar las instituciones para fortalecer la transparencia, la rendición de cuentas y la representatividad es fundamental. La educación cívica debe fortalecerse, cultivando el pensamiento crítico, la capacidad de discernir entre verdad y falsedad, y el respeto por la diversidad de opiniones.

Reducir las desigualdades es otro imperativo. El Informe Mundial sobre la Desigualdad 2022 nos recuerda que la brecha entre ricos y pobres se ha ampliado, lacerando el tejido social. Implementar políticas públicas que aseguren el acceso universal a la educación, la salud y la protección del medio ambiente son medidas esenciales para reconstruir la confianza.

La corrupción, como un cáncer, carcome la confianza en las instituciones. El Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional 2022 revela la gravedad del problema. Combatir la corrupción con medidas contundentes es vital para restaurar la confianza en el sistema.

Reconstruir el tejido social es otro pilar fundamental. Fomentar la participación ciudadana, fortalecer las organizaciones sociales y de base, y promover el diálogo intercultural y la tolerancia son pasos necesarios para crear una sociedad más justa, equitativa y cohesionada.

La desilusión democrática es un desafío formidable, pero no insuperable. Solo mediante un esfuerzo conjunto para reformar las instituciones, fortalecer la educación cívica, reducir las desigualdades y reconstruir el tejido social podremos recuperar la confianza en las democracias del siglo XXI. El futuro de la democracia depende de nuestra capacidad para adaptarnos a los nuevos desafíos y construir un sistema más justo, equitativo y sostenible.

En este momento crucial, no podemos permitir que la apatía o el cinismo nos paralicen. Es hora de actuar con determinación, de convertir la desilusión en esperanza y construir un futuro donde la democracia florezca, no como un ideal lejano, sino como una realidad tangible que beneficie a todos.

Las democracias del mundo se encuentran en una encrucijada. Un camino conduce al abismo de la desconfianza y la fragmentación; el otro, hacia un futuro de esperanza y progreso. La decisión es nuestra, aún por encima del objetivo por excelencia de todos los paradigmas de poder, que es “el control y la dominación”. Nuestra capacidad de resistencia no es simplemente una opción: es nuestro imperativo, nuestra compulsión moral. Debemos participar en la lucha; mantenernos desafiantes es nuestra deber.

Invariablemente, la letanía de cuestiones apremiantes que acosan nuestra existencia moderna se enfrenta con un correspondiente conjunto de soluciones viables, para todas ellas, tentadoramente a nuestro alcance colectivo. El desafío por excelencia de nuestra época es la implementación firme de tales soluciones. Una paradoja irónica pero inquietante impregna nuestros tiempos: estamos al borde del mayor cataclismo social, político y ecológico de la historia de la humanidad, estando al mismo tiempo, completamente armados con el conocimiento para evitar nuestro descenso al desastre total, pero estamos paralizados por una obsesión arraigada con los cordones umbilicales digitales que nos atan a nuestros teléfonos celulares. El camino para evitar resultados trágicos no está oscurecido por la falta de conocimiento, sino más bien por el fascinante zumbido de nuestros compromisos tecnológicos rutinarios.

Es en nuestras manos que está el futuro de la democracia.

Varias fuentes consultadas: