Cada semana me prometo a mí mismo que este es el último artículo que escribo sobre el tema fiscal, convencido de que no vale la pena, o que con ello nunca he convencido a nadie. No obstante, después me pica el bicho del eterno rebelde y vuelvo a lo mismo, como el salmón, que nace condenado a nadar contra la corriente como condición de existencia. Esta vez, solo quiero referirme al supuesto impuesto al ahorro.
En su discurso de retiro de la propuesta de modernización fiscal, el presidente expresó que sabe escuchar y que “el pueblo habló”. Pues no, el pueblo no habló, hablaron otros y el pueblo fue manipulado.
La verdad es que el presidente nunca dio muestras de real interés en la reforma. Tengo la impresión de que desde círculos al interior del mismo gobierno se contribuía al discurso de que la reforma fiscal era algo con connotación negativa, como el viaje del novillo al matadero, un inevitable castigo para los hogares y empresas, no algo que se haría para mejorar la vida de la población, o por evitarle males mayores, excepto en el último momento, cuando se expusieron algunos proyectos a los que se destinarían los fondos.
En este contexto, cada quien bombardeó la propuesta por el lado que quería bloquear, sin que faltaran algunos que entendieron que la mejor forma de sabotear el todo era oponiéndose a cada una de sus partes. Y ahí, se impuso la narrativa de los más poderosos, por tener más acceso a los medios y al poder político. Hasta tal punto que la población está convencida de que la reforma pretendía gravar el ahorro, pues hasta prestigiosos economistas así lo expresan, siendo esto una tontería.
En la economía moderna hay fundamentalmente tres fuentes de tributación: el consumo, el ingreso y la riqueza, diseñándose los impuestos de forma tal que alcancen las diversas manifestaciones de uno de los tres. Otra fuente es el comercio exterior, pero ahora se usa poco.
Los impuestos al consumo pueden ser generales o selectivos, y son los que se consideran más injustos porque es difícil cobrárselos solo a los ricos (a menos que se limitaran al caviar), sino que los pagan también los estratos bajos y medios. Pero son más fáciles de cobrar, por lo que se recomienda compensar a los pobres por vía del gasto, que es el verdadero instrumento redistributivo.
Los impuestos sobre el ingreso y la riqueza son considerados más justos, debido a que los ricos tienen mucho de ambas cosas, y es difícil trasladarlos al pobre, aunque esto también se discute. Pero son difíciles de cobrar.
Por eso, el activo más común en que se expresa la riqueza de los grandes propietarios en la época moderna, que son los activos financieros, constituyen una modalidad poco gravada porque suele ser huidiza. De modo que los impuestos al patrimonio se concentran en dos formas de propiedad que son más visibles, fácilmente detectables, y no movibles a paraísos fiscales: los bienes inmuebles y los vehículos.
En el caso de los ingresos, en la contabilidad económica se distinguen dos grupos principales: los ingresos del trabajo (sueldos, honorarios, ingresos de cuentapropistas y otros tipos de remuneraciones) y los del capital (utilidades, dividendos, alquileres e intereses u otros rendimientos por instrumentos financieros). Hay un tercer ingreso, esporádico, que son las ganancias en juegos de azar.
Los ingresos del trabajo son relativamente fáciles de gravar cuando el mismo tiene lugar en entidades formales y en relación de dependencia, porque se les cobra por vía de retención. Y, aun así, también se pueden evadir si se cobran dos remuneraciones separadas, o se tiene un empleo y otra fuente de ingreso, pues una de las dos o ambas puede caer por debajo del umbral que se mantiene exento para proteger a los de menor ingreso, o bien los ubica en categorías en que pagan tasas más bajas. De ahí la iniciativa de que todos los consoliden haciendo su declaración jurada, para procurar la equidad horizontal y vertical del impuesto sobre la renta.
Los impuestos que gravan los ingresos de capital son más fáciles de evadir, por lo que tampoco es seguro que sean siempre justos. Dentro de estos ingresos se encuentran los percibidos por intereses o rendimientos de activos financieros, tales como bonos, certificados y depósitos, que suelen favorecer a los más ricos.
Cuando se dice que se le quiere cobrar impuestos a los ahorros, no es más que el mismo impuesto sobre la renta. No se está aplicando al ahorro acumulado, sino al ingreso que ocasiona.
Si dos personas perciben igual ingreso, por ejemplo, un millón de pesos al año, uno de los cuales lo hace con el sudor de su frente y el otro por medio de intereses, no hay razón que justifique que el primero tenga que pagar más impuestos. Ya habrá quien diga que el segundo tuvo el sacrificio de ahorrarlos, pero no está considerando el sacrificio que debió hacer el otro en su formación para poder ganarlo. Y más todavía, cuando es probable que el segundo no hizo ningún ahorro, sino que lo adquirió por herencia, y hasta quién sabe por cual otro medio.
Claro está que en el diseño del impuesto habría que considerar lo que es efectivamente ingreso, lo que aconseja descontar la pérdida de valor real del instrumento por efecto de inflación. Pero insistir en que cobrar impuestos a los intereses es un impuesto al ahorro es un acomodo del lenguaje que se aviene muy bien con la narrativa que vienen imponiendo los mayores beneficiarios del orden establecido.