En 1970, el contraste entre Santo Domingo y Puerto Príncipe era sorprendente y la balanza se inclinaba a favor de la capital haitiana. Era el tiempo de la banda colorá, que hacía estragos en Santo Domingo y otras ciudades del país. En Haití, la dictadura del presidente François Duvalier, apodado Papa Doc, castigaba duramente los opositores, y su policía política, los famosos Voluntarios de Seguridad Nacional (VSN), o Tonton Macoutes, con el rostro escondido detrás de gafas de sol, eran grotescamente visibles en las calles de la capital.
En aquella época, la bahía de Puerto Príncipe estaba llena de hoteles, los edificios del Bicentenario aún estaban intactos y eran las sedes de muchas instituciones privadas y públicas, incluida la Alianza Francesa. El restaurante Rond-Point era el punto de encuentro de extranjeros y locales. La vida nocturna era animada y las parejas bailaban en las terrazas de los hoteles del borde del mar al son de merengue y beguine con desenfado caribeño y con un ti punch a la mano.
El mar aún no estaba contaminado e hicimos un paseo en barco con fondo de vidrio que nos permitió ver los corales del fondo de la bahía. Cientos de turistas, principalmente norteamericanos, desembarcaban dos veces por semana de los cruceros y llegaban a la ciudad, con sus dólares, bajo la mirada benévola de un cartel publicitario un tanto “naif” donde Madame Simone Duvalier, esposa del dictador, les daba la bienvenida.
El Habitación Leclerc, ubicado en la que fue residencia de Pauline Bonaparte, era uno de los hoteles más bellos del Caribe y atraía a la jet set internacional.
En el Marché de Fer (Mercado de Hierro) y en algunas tiendas abundaban productos artesanales, esculturas en madera, canastos, pinturas “naif”, testimonios de una genialidad desbordante y de una destreza ancestral que trascendía la dureza de las condiciones de vida.
La realidad objetiva era confirmada por las estadísticas. En 1974, el PIB dominicano ascendía a 2.926 millones de dólares, mientras que el de Haití era de 5.654 millones de dólares. Hoy República Dominicana tiene un PIB de 113.642 millones de dólares mientras que el de Haití es de 20.252 millones de dólares y lleva 5 años experimentando un crecimiento negativo. Este primer contacto me convenció de la autenticidad de la rica cultura de lo que los colonos franceses habían llamado la Perla de las Antillas y que había producido más de la mitad del azúcar de todas las colonias de las Antillas juntas. De esta visita quedé fascinada por el papel de las mujeres haitianas, las “marchantas”, que vimos bajar de la montaña, descalzas, con sus pesadas cestas en la cabeza para vender sus frutas y verduras y regresar por la noche recorriendo largas distancias con algunos gourdes ganados en los mercados de la capital. Visitamos la Casa Defly, restaurada por la señora Michèle Manuel, quien fue una de las primeras personas en restaurar las maravillosas casas Gingerbrad y vendía antigüedades y artesanías para una institución benéfica. Sin embargo, me sorprendió la profunda diferencia de identidad entre dominicanos y haitianos, estos dos pueblos que compartían la misma isla. Las dos naciones se dieron la espalda por razones históricas y habían construido una barrera de prejuicios a ambos lados de la frontera que dividía la isla de norte a sur. Esta proximidad real, ineludible, y una obligada dependencia mutua harán que el presidente Jean Bertrand Aristides diga, años después y no sin razón, que “estos dos países son dos alas de un mismo pájaro”, condenados a llevarse bien. A esta tarea se dedicaron durante muchos años un grupo de diplomáticos e intelectuales de ambos lados de la frontera.