En el Senado de la República Horacio se terció la ñoña por tercera vez el 12 de julio. Ese día la bandera dominicana que desafiante había flotado durante ocho años fue sustituida por la tricolor.
Como presidente, en lo económico, Horacio continuó los planes dejados por la ocupación y en lo político respetó la libertad de prensa y los derechos humanos. Pudo mantener la estabilidad política conservando las libertades públicas. Ningún presidente lo había logrado. Cuando hubo orden faltó libertad y cuando hubo libertad faltó orden.
Pero el gobierno fue maleado por el siempre presente cáncer de la corrupción. Él no la patrocinaba, pero tampoco la combatía lo que debilitó su imagen. Empezó a perder autoridad moral, y por vía de consecuencia, autoridad política. Pero ni Horacio ni sus funcionarios se daban cuenta. Es una costumbre de los gobernantes no darse cuenta cuando sus vínculos con la sociedad empiezan a debilitarse.
Llegaba mayo de 1928, y como la reelección estaba prohibida, el poder debía entregarse. Entonces, como siempre ocurre en estos países donde no se respetan las reglas establecidas, se levantaron voces reclamando la continuidad del presidente, a pesar de que la constitución de 1924, en base a la cual fue electo, limitaba el período presidencial a cuatro años y prohibía la reelección. Se argumentó que había sido electo conforme a la constitución de 1908, que establecía un período de seis años y no a la de 1924.
Diferentes líderes, entre ellos nada menos que el propio vicepresidente Federico Velázquez, se levantaron contra esa maniobra, pero el oficialismo se impuso. El 17 de junio de 1927 una Asamblea Revisora, mayoritariamente horacista, extendió el período presidencial en dos años, de modo que el presidente pudiera gobernar legalmente hasta 1930.
El vicepresidente
Federico Velázquez, inconforme con esas argucias constitucionales, que anulaban sus pretensiones de sustituir al presidente, renunció a su cargo. Pero Horacio no le importaba nada de eso. Su ambición lo cesaba y lo llevaba a no medir las consecuencias de sus actos. Estaba adoleciendo de migraña política. Se sentía envalentonado, y tanto era así que cuando se acercaron las elecciones de 1930 recurrió a otra maniobra, tan descarada o peor que la anterior. Esta vez modificó la constitución para permitir la reelección por otro período.
El 22 de octubre de 1929 desde Santiago proclamó su reelección. Pero apenas cinco días después se enfermó y hubo de trasladarlo con urgencia al hospital Jhon Hopkis de Baltimore, donde se le extirpó un riñón. Su estadía en Estados Unidos fue larga. El 6 de enero regresó, y aunque la operación fue un éxito, el presidente lucía cansado y débil. Tuvo que ser ayudado a bajar del avión. Quedaba atrás la imagen del caudillo corpulento y robusto.
Su larga ausencia agitó el ambiente político, pero también agudizó las contradicciones ya existentes entre el vicepresidente José Alfonseca y el jefe del ejército Rafael Leónidas Trujillo. Los conflictos con Alfonseca, y el entender que Horacio pudiera fallecer en cualquier momento, y la presidencia ser asumida por su enemigo Alfonseca, activó a Trujillo y lo puso en el camino de la conspiración con la oposición política.
El movimiento inició en Santiago bajo la jefatura de Rafael Estrella Ureña. El presidente se enteró de esos planes y de la alianza entre los tocayos. Pero en el fondo de su alma le costaba mucho dudar de la lealtad de su jefe del ejército. Cuando al fin despertó en él alguna sospecha y quiso verificar su veracidad ya era demasiado tarde. Trujillo, frío y simulador, había maniobrado en la sombra, con inteligencia, intensidad y paciencia. El movimiento estalló el 23 de febrero en Santiago, y con la complicidad de Trujillo, se extendió a la capital.
Eran momentos oscuros para el presidente. Su ambición e imprudencia, lo habían llevado al abismo. Estaba terminando poco honorable la que había sido una vida política gloriosa. El 24 entendiéndose vencido decidió asilarse en la Legación norteamericana. Lo acompañaban su esposa, la poetisa Trina Moya, autora del Himno a las Madres y su vicepresidente José Alfonseca. Solo horas después, convencido por el representante norteamericano, abandonó la Legación, y acompañado de un gran séquito se trasladó a la Fortaleza Ozama, bunker de Trujillo. La guardia por órdenes de Trujillo le rindió los honores de rigor, pero no se permitió el paso a toda su comitiva. Trujillo dispuso que solo lo acompañaran dos oficiales.
Cara a cara, Horacio cuestionó a Trujillo su lealtad, a lo que éste, con la mayor teatralidad, volvió a reafirmarla. Pasarían solo un par de días para el presidente entender que su protegido lo había traicionado. Había ordenado al ejército mantenerse pasivo frente a la conspiración. El 26 la capital fue asaltada por los revolucionarios, y el 28 el presidente, disminuido por la enfermedad y vencido por los acontecimientos, decidió renunciar y marcharse. Lo hizo el domingo dos de marzo ante la Asamblea Nacional. Al otro día, bajo el sol candente de las dos de la tarde, abordó el vapor Caomo rumbo a Puerto Rico. Ahora no tendría ninguna posibilidad de volver al poder. Su edad, su enfermedad, su menguada credibilidad, no se los permitían. Pero tampoco se los permitía la nueva realidad política del país. Sencillamente estaba vencido y terminado. Seis años después, ignorado y alejado por completo de la vida pública, falleció en el pequeño pueblo de Tamboril, dejando para los gobernantes dominicanos la lección de que cuando se alcanza la gloria del poder se debe actuar con sabiduría y prudencia para no pasar de la gloria al abismo más profundo.