Si hay un líder político en la historia dominicana que disfrutó de un profundo apoyo popular y al mismo tiempo terminó su carrera muy mal ese fue Horacio Vásquez. De tez blanca, alto, de una contextura corpulenta, su liderazgo fue decisivo durante los primeros treinta años del siglo XX. Por esos  turbulentos años la idolatría de sus seguidores fue de tanta devoción que por todo el territorio nacional propagaron la consigna de "Horacio o que entre el mar".

Poseía una personalidad que, al decir el doctor Joaquín Balaguer, era un tanto repelente. Se reía muy poco y no bebía ni jugaba gallos, como hacía la mayoría. Sin embargo, pudo ocupar importante espacio social y político en su Moca antes de saltar al estrellato del liderazgo aquella tarde, cuando el cuerpo moreno y fornido del dictador Ulises Heureaux, que disponía de la vida de los dominicanos como disponer de un chocolate con pan, rodó por el suelo en la entrada del colmado de su compadre Jacobo de Lara de cinco balazos disparados por Mon Cáceres. Horacio es el típico gobernante latinoamericano del siglo XIX que inicia su carrera con toda la gloria del mundo y la termina sumido en el abismo más profundo.

No estuvo en la escena del magnicidio, pero era el líder de la conjura. A partir de ese momento asciende en la estima nacional, y entre peleas y revoluciones, le toca ser presidente varias veces, a resultas, una veces de derrocar gobiernos, otras veces, de ganar elecciones. Como todo caudillo, tuvo su momento de eclipse cuando su primo Ramón Cáceres, que tenía condiciones para mandar, gobernó a partir de 1905. Mon pasó en cierta forma a acaudillar las  fuerzas horacistas, de la que él mismo formaba parte, y pudo haberla acaudillado por más tiempo, en perjuicio del liderazgo de Horacio, si no cae asesinado aquel 19 de noviembre de 1911 a manos de Luis Tejera en la ciudad capital.

Desaparecido Mon, Horacio volvió a la carga con más fe a acaudillar sus fuerzas frente a los boludos de Juan Isidro Jimenes. El país se dividió, esencialmente, entre jimenistas y horacistas o boludos y coludos.

Llegada la intervención norteamericana de 1916 el mocano se maneja con cautela. Su enemigo Juan Isidro Jimenes es el más perjudicado. Estaba en la presidencia cuando su ministro de Guerra, el general Desiderio Arias, tenido por todos como un hombre de valor, se sublevó, lo que fue tomado como pretexto por los gringos para invadirnos. Juan Isidro renuncia, y  eso es bien visto por Horacio, quien no asume un papel   protagónico frente a la ocupación.  No es de los que la apoyan ni de los que se pronuncian en contra, como hicieron muchos patriotas.

Horacio era un hombre del poder, y como tal su conducta es de cautela. No se aventura a enfrentamientos que pueden desgastar su figura. Quiere preservarse para otro momento más acorde con su vocación de poder. La intervención constituyó una violación grosera a la soberanía, pero también sentó las bases para el desarrollo capitalista y la estabilidad política. Horacio es de los que asumen un papel pasivo frente a ella. Su librito aconseja prudencia frente al poder del imperio. No es un intelectual, pero tiene la sabiduría del campesino.

Pero cuando en 1922 empieza a discutirse con seriedad un plan para la desocupación su prestigio era tal que fue llamado para las negociaciones. El 30 de junio de 1922 junto a Federico Velázquez y Elías Brache visitó Washington y discutió con el Secretario de Estado Charles Hughes los detalles de lo que sería el Plan Charles-Hughes, que fue firmado el 19 de septiembre y básicamente establecía la elección de un presidente provisional y la celebración de elecciones generales.

Juan Bautista Vicini Burgos, rico comerciante hijo de italianos, fue seleccionado presidente provisional. No era político, pero agradaba a los norteamericanos y fue aceptado por los caudillos, entre ellos por supuesto Horacio Vásquez.  Las elecciones fueron celebradas el 15 de mayo. Horacio, en representación de una gran coalición, enfrentó y derrotó a Francisco Peynado, que representaba otra coalición. Su victoria fue contundente. Duplicó a su contrincante al obtener unos 72 mil votos frente a 31 mil. Su prestigio, su autoridad moral, su credibilidad, estaban en apogeo. Su figura, como líder, estaba en su mayor gloria. Subía a la cúspide del poder legitimado por unas elecciones que se celebraban en medio del júbilo que provocaba la desocupación del país. Su ascenso coincide con ese sentimiento nacional de alegría y patriotismo. Es un momento que cualquier líder del mundo desea disfrutar. A partir de ahora su desafío era administrar correctamente esa gloria.  Y ahí el caudillo se quemó.