Que vivimos una época de grandes cambios, para nadie es algo nuevo. Efectivamente, en la sociedad global y, con ella todos quienes la habitamos, estamos siendo testigos de esos cambios y de alguna u otra manera, consciente o no de los mismos, experimentando sus consecuencias, para bien o para mal.

El fin de la Guerra Fría con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética dos años más tarde, la globalización o, como prefieren llamarla otros, la mundialización, junto a la irrupción de las tecnologías de la información y todas sus aplicaciones en el ámbito de la comunicación, han ido transformando el rostro de nuestras sociedades, antes fácilmente distinguibles unas de otras. La uniformización cultural de la vida cotidiana nos coloca ante el escaparate de los mismos gustos y cosas que se nos ofrecen, sin mayor diferencia que sus contextos de oferta. La famosa e histórica marca de comida rápida, en toda su oferta, da lo mismo aquí, en Nueva York o en la ciudad milenaria de Pekín. La oferta no tiene identidad propia y con ella, en su consumo y disfrute, tampoco quienes las degustan de una u otra manera. Una especie de homus economicus se estructura en todos los ámbitos y rincones del mundo, con muy escasas, casi ninguna particularidad propia. Confieso que lo he vivido, como diría el poeta.

Con la relativización de las fronteras que terminan siendo más formalidades políticas que realidades, se van perdiendo las identidades nacionales que hoy se constituyen más bien en una cuestión de discursos políticos o académicos, sobre todo para quienes tienen que verse en la necesidad de arriesgarlo todo, bienes y la propia vida incluso, poniendo en riesgo no solo su presente sino también su futuro, vadeando dichas barreras a fin de alcanzar sus sueños y aspiraciones.

¿Será cierto, como dice Margaret Mead, que se trata de una etapa totalmente nueva de la evolución cultural?

Esa no es cualquier situación si la miramos desde el marco de la carencia de un pensamiento filosófico, ético y político que le dé determinado sentido al ser humano y la vida misma, a sus legítimas aspiraciones y a lo porvenir que ya está en proceso de construcción.

Sin pretender caer en un cierto pesimismo social, aunque no puedo negar que, con cierto espanto y estupor, observo cómo la actividad política, considerada en sus raíces en función del bienestar colectivo, se ha ido convirtiendo de manera sistemática, en un modo de vida lucrativo para quienes la ejercen, sin importar incluso, el abandono y puestos entre paréntesis los valores éticos y morales que le proporcionaban o daban sentido. Son demasiados los ejemplos que hoy se nos muestran sin desparpajos en el mundo de la política.

Por otro lado, la ausencia de referentes o modelos sociales de comportamientos públicos apegados a principios éticos y morales fundamentales, nos conducen por un sendero incierto agravado por esa idea y actitud generalizada de que todo es posible y las cuestiones de moral no son más que fardos pesados de sociedades atrasadas. Por supuesto, las apetencias y las necesidades básicas no satisfechas, sobre todo desde la infancia, afloran y carcomen toda posibilidad de un pensamiento y obrar guiado incluso por el sentido común, no digo yo, por un pensar centrada en un determinado sentido de la vida personal y social.

Lo que eran supuestos fundamentales del accionar social basado en principios éticos han pasado solo a ser una cuestión académica más que de la vida cotidiana y, mucho menos, del accionar social y político. En ocasiones, a lo sumo, se reducen a discursos, como a la formulación de códigos de ética para las organizaciones que más bien reflejan la necesidad de contar con una serie de normas que rijan el comportamiento, que ser marcos para deliberación ética y la guía para un accionar basado en principios y valores para el bien vivir.

Esta situación que nos subsume a todos, o casi a todos, va generando una cierta anomia y, con ella, la insatisfacción e incredulidad de la vida democrática y de la democracia misma. Hacen que nuestros jóvenes estudiantes del antiguo octavo grado de primaria pongan de manifiesto en los dos estudios de educación cívica y ciudadana que prefieren la dictadura al desorden generalizado y a la falta de seguridad que se vive; que si logro un cargo político es para hacerme de dinero, así como mi propia familia. Una sociedad estructurada de esa manera nos conduce hacia un modo de vida cuasi selvático, en que cada uno tiene que buscársela a su modo. De esa manera, la inseguridad ciudadana se convierte en lo cotidiano. En el reciente estudio PISA 2022, que en estos días sus resultados han sido dados a conocer, los estudiantes de 15 años de República Dominicana que lo tomaron, en un 13% declararon no sentirse seguros de camino a la escuela, como incluso en su propia aula de clase (9%) o en otros lugares de la escuela como el pasillo, la cafetería, los baños en un 14%.

¿Hacia dónde vamos? ¿Esta es la sociedad que queremos? ¿Cuál es la sociedad o modo de vida social que saldrá de todo esto? ¿Se trata acaso como está plasmado en el título de la obra de Anne Applebaum, ganadora del Premio Pulitzer, ¿El ocaso de la democracia y la seducción del autoritarismo?

No deseo, y hacerlo me llevaría a negar mis propios principios, que esta situación de insatisfacción con la democracia nos conduzca hacia formas de gobierno que nieguen la vida democrática, de ninguna manera. No nos permitamos negar lo que tanta sangre derramada nos ha costado.