En marzo de 2021 publiqué en esta columna La identidad empieza en las cocinas. Fue una discreta carta de amor en que me despedía de México sin revelarlo. Había acordado con la familia no hacer pública la noticia hasta nuestro arribo al país.
La urgencia profesional del traslado y la cuarentena conspiraron en contra del duelo de mis amigos de allá. Aunque de México y de su afecto no me alejaré, esas líneas fueron un manifiesto de lealtad para ellos. Salieron de un corazón adaptado a los 7,349 pies de ese terreno elevado, porque, gracias a esas personas, en esa superficie azteca nunca me sentí una forastera.
Lo escribí rodeada de cajas de International Packers. Desde que pulsé el comando “send to: frosario@acento.com.do”, literalmente mi esposo y mi hijo me quitaron el monitor, el ratón y el teclado, lo metieron en una caja vacía y continuaron su movimiento acelerado. Confiaba haberle dado a México una despedida de altura, en mis últimas horas en su latitud encumbrada. Lo escrito en un espacio oliente a papel acartonado transmitió la carta de aromas y sentimientos fusionados. La misiva de secreta despedida agradó en suelo dominicano y en el mexicano.
En una cena hace pocos días, una conversación con mi sobrino Nassin, me hizo recordar esa despedida. Me gusta conversar con él, tiene apetito por los temas interesantes, y me preguntó si en México había playas tan chulas como Las Terrenas. Le respondí que Huatulco es la mamá de esa playa dominicana, le ilustré que es la que aparece en el filme Y tu mamá también (2001), y le insté a visitar sus siete bahías, tan parecidas a la de Samaná.
La maternidad que le imputé a Huatulco, playa que mira al océano Pacífico, de una playa en la península de Samaná, bañada por el océano Atlántico y el mar Caribe, fue una ocurrencia mía, sin ninguna base científica. La conversación con Nassin fue una repetición de una especulación con pretendidas alas poéticas que escribí en aquel artículo:
“Al recorrerlos no dudo en entender que por esos bordes en algún momento se despegaron las Antillas, cuando la Pangea hizo su mitosis, para dar vida a nuestros pequeños pero fértiles territorios. He andado en vehículo el Estado de Veracruz, que parece madre paridora de La Romana y La Altagracia. Mérida tiene un encanto oceánico como el de Puerto Plata. Los valles al sur de Tijuana, agrestes y exóticos, son ideales para el cultivo de vides como Neiba por su parecido paisaje. Es La Vega una pequeña Puebla, y Samaná una bahía que aparenta desprendida de las de Huatulco cuando las placas tectónicas se despegaron…”
Camino a olvidarla otra vez, esta semana tuve acceso a un mapa interactivo que permite ver donde estaba tu ciudad en distintas eras geológicas en una página denominada Dinosaurpictures.org y conocí una impresionante imagen. En la Era Jurásica, mi solar natal, la República Dominicana estuvo al sur, pegado de territorio que hoy ocupa México. La Isla la Hispaniola aparece en ese mapa en posición vertical alineada con las cordilleras y valles de la tierra firme actualmente mexicana que entendí siempre mía. Lo que hoy es nuestra isla, era una especie de continuación de esos territorios que describí en esa carta de despedida, una presunta familiaridad geológica que solo imaginé.
Me cayó el veinte, dicen en México cuando una se da cuenta de algo que no había notado.
Reconocí de quién aprendí a adoptar esa visión de México, como un solar propio. Fue doña Gilda Nolasco, mi profesora en séptimo, octavo y primer teórico de la secundaria, de historia y geografía universal, de las civilizaciones y de América, así como maestra de canto. De buenos maestros no he carecido. Los he tenido en abundancia en las ciencias jurídicas, sociales y políticas, y más recientemente, en lecciones para aficionados de literatura, cine y música.
Ese modo de ver las cosas viene influenciado por esa buena maestra en la edad en que somos como esponjas. Selló una marca en nosotras con su talento para enseñarnos a motivar una buena relatoría humanística o científica. Usaba un sistema de tarjetas con nuestros nombres; cuando resultabas la elegida, tenías que explicar algo, pero no sabías qué te iba a tocar, de la lección de ese día. El suspenso de las clases de doña Gilda era hitchcockiano.
Me hice fanática de ese sistema, sus asignaturas eran mis favoritas. Me eligió su representante en el student-teacher day de octavo grado. Genial, quería ser ella por un día. Claro que ese día mis amigas me hicieron un desorden descomunal. Mi hermana, Nancy Elizabeth Guerrero Saladín era la cabecilla de las interrupciones e incidentes, mientras yo intentaba explicarles la Guerra del Pacífico vestida como una mini-maestra.
Cuando doña Thelma, la directora, desfiló por el pasillo para ver cómo andaban las clases dadas por alumnas, mis compañeras, muy traidoras ellas, se quedaron tranquilas, pero tan pronto la directora dio la vuelta continuaron su rebelión y ese día no se enteraron, al menos por mí, porqué Bolivia no salió al mar.
A su sistema de tarjetas aleatorias se adhiere la gracia que tenía doña Gilda para arrojadas conclusiones ulteriores, más allá de la breve explicación provista en el libro de texto sobre hechos y datos. Se elevaba en pensamientos quiméricos sobre los accidentes de la Tierra o los acontecimientos de la historia. Nos pedía cerrar los ojos e imaginarnos subidas en un helicóptero viendo desde el ángulo cenital todo lo que traían los libros.
La maestra era lírica al transmitir sus propuestas, incluso las científicas. En las clases de canto, sorprendía con su talento sobre el piano y su infinita paciencia. Nuestras desafinadas y mal entrenadas entonaciones encontraban en su sentido de la armonía equilibrio rítmico. Sonreía y disfrutaba la enseñanza de cada lección como si fuera la primera vez que estuviese revelando conocimientos y buen gusto a un grupo de alumnas. Primavera, primavera, ¿cuánto tardas en llegar?
Fue una mujer soltera independiente, su descendencia fuimos sus alumnas. Sobriamente vestida siempre, aunque con un gusto por el maquillaje, su negocito colateral. Del baúl de su auto salían para la venta una fabulosa colección de productos Mary Kay, era una mina de cajitas color rosado que atraía a muchas jovencitas. En mi foto de graduación, aparezco maquillada con tonos terracota de la marca, tan de moda en esos tiempos. Fue profesora de miles de alumnas del Colegio Santo Domingo entre los años setenta y noventa del pasado siglo.
Septiembre trae la ilusión de conocimiento en la carita de los niños que vuelven a sus clases. Absorbida por el trabajo no tenía un tema para Acento, pero estos siempre llegan solos. Cuando las noticias nacionales anunciaron el pasado miércoles que unos arqueólogos de la Universidad de Harvard han encontrado un descubrimiento que modificará la comprensión de la historia natural y social de esta isla, supe inmediatamente cuál sería mi musa.
Encontraron restos de una población arcaica en la bahía de Samaná. De acuerdo con las informaciones ofrecidas por los científicos en el yacimiento de exploración, los restos datan del año 3,000 a. c. Con ayuda de Margarita González Auffant, directora del Museo Altos de Chavón, discutí la relevancia del hallazgo. Me explicó su inmensa magnitud. Este septiembre y ese hallazgo es un buen momento para honrar a mi maestra favorita del bachillerato.
Doña Gilda nos enseñó a hacer correlaciones sobre los acontecimientos históricos. Me fue natural imaginar a una niña de esos pueblos isleños arcaicos acaso pescando en una playa de Samaná para ayudar a su mamá, mientras bajo ese mismo sol, las pirámides de Egipto se convertían en la hazaña más importante del hombre en el Tercer Milenio antes de Cristo, como me explicó Margarita. Esa pequeña niña arcaica habría mirado al cielo lluvioso de la península, preguntándose cuando vendrían los días claros que luego denominamos de primavera.
¿De qué nos sirve a sus pasadas alumnas, sus hijas académicas, a los amantes del saber, en sentido general, pensar de modo tan fértil como doña Gilda a nosotras nos enseñó?
Guillermo Floris Margadant (1924-2002), romanista mexico-holandés y profesor de la Universidad Anáhuac México Norte lo explica:
“Pobre es el hombre que con su espíritu no abarca tres milenios como mínimo. La visión de la histórica forma parte integral de la cultura contemporánea, da a nuestra existencia cierto sentimiento de relatividad y modestia, ya que nos muestra la época actual como un mero eslabón de una enorme cadena; y también nos ayuda a desarrollar el sentido de lo que es constante y de lo que es variable en la herencia que nos transmite el pasado”.
Doña Gilda no solo fue nuestra mentora de la fascinación por el ingenio y la condición humana, así como las maravillas del cosmos; es un alma que habita con latidos fuertes en mi pecho cuando consigo acertar a las tarjetas aleatorias de mis crónicas en rotación y traslación.
Ella fue, además, discreta musa en un cuento que escribí en México, tiempo después de conocer su fallecimiento, luego de décadas sin verla y expresarle mi aprecio. En La Simultánea, el personaje de doña Eduviges está inspirada en ella, mi inolvidable maestra.
Los recién descubiertos habitantes arcaicos en este suelo nos saludan desde el Tercer Milenio antes de Cristo. Para mí, son emisarios de una elegante reverencia al elevado espíritu de Gilda Nolasco que adeudo:
¡PAX TECVM, NVNC ET SEMPER MAGISTER DILECTISSIMVS!
(¡La paz (sea) contigo, ahora y siempre maestra queridísima!)